Construir, esperar, pensar. Domènec, beinahe nichts. Xavier Antich

Se ha repetido tanto, y tantas veces fuera de contexto, el lema de Mies van der Rohe, less is more [menos es más], que ha acabado por servir, a menudo, no sólo para pensar lo específicamente moderno de la arquitectura del XX y para ofrecer la clave retórica del arte minimal, sino incluso para otorgar legitimidad estética a nuevas formas de restauración gastronómica o a influyentes tendencias en el vestir, por no hablar de la «desideologización» de ciertos proyectos políticos o de la debilitación del discurso filosófico. Pero no se ha recordado, con la misma insistencia, esa otra frase con la que Mies acostumbraba, quizá de manera más ácida, a pensar su propia aventura arquitectónica: beinache nichts [casi nada]. Esta negligencia de la citación selectiva no es inocua: pone de manifiesto la lectura que habitualmente se ha hecho, del movimiento moderno en arquitectura, en términos más bien esteticistas, como una decidida depuración formal del ornamento y como una abstracción, más o menos geométrica, de los materiales constructivos: en suma, una apuesta esencialista y descarnada amparada en un cierto ascetismo artístico. Pero desde la crítica nietzscheana a los ideales ascéticos, sabemos que cualquier ascetismo pasa por convertir la exterioridad en nada, desertizándola para replegarse en la interioridad: por ello, el arte es, seguramente, como también creía Nietzsche, la más radical de las formas de subversión de los ideales ascéticos o, formulado positivamente, el camino para recuperar la exterioridad.

Y, sin embargo, con esta caracterización esencialista y ascética del movimiento moderno, quizá se ha tenido en poco el componente constitutivamente peligroso de este Abgeschidenheit [desprendimiento] contemporáneo: su acercamiento a esos confines en los que incluso la obra podría desaparecer, rayando el silencio y el vacío y acercándose a la nada hasta el extremo del casi nada. Sin esta «puesta-en-riesgo», el despojo corre el peligro de ser un recurso meramente formal, una nueva forma de ornamentación. Adorno lo advirtió de forma lúcida cuando señaló que las obras de arte radicalmente modernas son las que se acercan peligrosamente al silencio: es decir, aquellas que corren el riesgo, en el proceso de aplicación de la lógica de la descomposición, de acercarse al lugar en el que la propia obra corre el peligro de dejar de serlo, el peligro de dejar de ser.

No es impertinente empezar con esta deriva para abrir una reflexión en torno a la obra de Domènec, marcada desde el principio por una recurrencia temática del diálogo con la arquitectura del movimiento moderno (especialmente con Alvar Aalto y Le Corbusier) y por un acercamiento a los límites peligrosos del silencio del que hablaba Adorno. En especial, pienso en dos de las obras de Domènec que, en cierta medida, concentran, a mi modo de ver, buena parte de sus preocupaciones artísticas: 24 horas de luz artificial y Ici même (dentro de casa), dos proyectos que, por otra parte, reúnen y prosiguen, como si de avances y retrogresiones se tratara, otros trabajos fruto de la misma preocupación.

24 horas de luz artificial, como es sabido, recrea, a escala real, una habitación del hospital de Paimio de Alvar Aalto, prácticamente reducida a pura estructura abstracta, en un espacio iluminado de forma ininterrumpida por una luz blanca que configura un espacio sin sombras y sin voces ni ruidos: lugar clínico en estado puro. Es cierto que esta obra es una relectura arquitectónica en clave artística y, en cierta medida, también, amparándose en la estrategia de la citación, un palimpsesto: en este sentido, vuelve a Aalto y, al mismo tiempo, lo borra. La paradoja no me parece gratuita: precisamente la obra de Aalto, seducida por el mundo de la naturaleza viva como una metáfora de la arquitectura, es el espacio escogido por Domènec para plantear un trabajo sobre el lugar que más cerca está de la idea de atopía de un, pongamos por caso, Peter Eisenman. El lugar clínico de Paimio, mundo dentro del mundo, lugar dentro del espacio, se convierte por la radical intervención de Domènec, en una intervención clínica sobre la clínica, un «no-lugar» que se afirma precisamente a través de lo que niega: aquí, de forma ejemplar, hay un impulso muy cercano, por la implosión de las contradicciones, a la Aufhenbung hegeliana, aunque, más que hablar de superación dialéctica del aquí y ahora en una síntesis superior de espacio y tiempo, habría que referirse en términos de deconstrucción del aquí y ahora por la pura muestra de un lugar sin espacio y fuera del tiempo. La diferencia no es banal: desde Foucault sabemos que la aparición de la cínica conlleva una subversión de la mirada y la nueva creación de un espacio.

Hoy sabemos que cualquier obra de arte también es, además de otras muchas cosas, un discurso sobre el arte: que toda obra es escritura enigmática (cuyo código se ha perdido y cuyo sentido está fundado sobre todo en esta pérdida) y, al mismo tiempo, lectura, es decir, crítica, interpretación. Domènec, lejos de ocultarlo, convierte la lectura en un acto explícito y, por obra de la distancia operada respecto al referente, podríamos incluso decir, propiamente, irónico. De una ironía como la que palpita en los silencios de Beckett, cuando las palabras callan o cuando, precisamente por ser palabras no pronunciadas, más dicen: como aquellos silencios que, en sus piezas teatrales, ocupan más tiempo -y más espacio- que las palabras dichas. Por otra parte, hay, como en toda lectura, una vocación de comentario (leer es interpretar, legen es auslegen), pero que no conduce a una sacralización substancialista de lo comentado (el libro, la obra), sino a su borradura: de hecho, cualquier lectura borra el libro leído, lo mismo que la habitación de 24 horas de luz artificial borra las habitaciones de Paimio. Cada lectura se inscribe en lo leído hasta borrarlo. Lo sabía Maurice Blanchot y nos lo recuerda, recientemente, Marc-Alain Ouaknin: judaísmo consubstancial en cualquier acto de lectura.. La primera actitud ante la tradición es la impugnación.

Foucault lo formuló, también con precisión, justamente en el prólogo de El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada clínica, un texto que no nos parece arbitrario recordar aquí: «En nuestros días, [la posibilidad de una crítica y su necesidad] están vinculadas -y el Nietzsche filólogo da testimonio de ello- al hecho de que hay un lenguaje y de que, en las incontables palabras pronunciadas por los hombres -sean razonables o insensatas, demostrativas o poéticas- ha tomado cuerpo un sentido que cae sobre nosotros, conduce nuestra ceguera, pero espera en la oscuridad nuestra toma de conciencia para salir a la luz y ponerse a hablar. Estamos consagrados históricamente a la historia, a la construcción paciente de discursos sobre discursos, al cometido de escuchar lo que ya se ha dicho. ¿Es fatal, por esta misma razón, que no conozcamos otro uso de la palabra que el del comentario? Este último, de hecho, interroga al discurso sobre lo que dice y lo que ha querido decir, intenta hacer surgir este doble fondo de la palabra, en el que ésta se encuentra en una identidad consigo misma, que se supone más cercana a su verdad; se trata, enunciando lo que se ha dicho, de volver a decir lo que nunca ha sido pronunciado». Así, comentar, ejerciendo esta forma de crítica que es toda lectura como relectura, es admitir un residuo, necesariamente no formulado, de aquel pensamiento que el lenguaje (también el lenguaje de la obra) ha dejado en la sombra; y, por ello, comentar supone que eso no dicho duerme en la palabra de la obra y que, interrogándolo, se le puede hacer hablar aunque no esté explícitamente significado.

En este sentido, eliminar las sombras es, en 24 horas de luz artificial, una estrategia plástica para forzar lo ya dicho (en Aalto, en el movimiento moderno, en la arquitectónica clínica del siglo) para que diga lo no pronunciado. También en este sentido hay, en la recurrencia que lleva a Domènec a volver, una y otra vez, a los espacios de Paimio, la conciencia de un inexpresado que no se deja «des-velar» de una vez y ya para siempre, sino de un fondo o residuo que sólo en la relectura interminable puede ser explorado en su enigma. La obra de Domènec es, pues, un lúcido ejercicio de crítica y, por ello, de escritura plástica de un sentido que sólo se deja recorrer en su despliegue como obra. Si la aparición de la clínica supone una subversión de la mirada es porque desplaza el límite entre lo visible y lo invisible (hasta entonces): cuando Domènec vuelve al sanatorio de Paimio -y lo hace como quien interviene clínicamente en la clínica- subvierte, de nuevo, esa distinción, redesplazándola hacia otros lugares y haciendo emerger otros espacios. El espacio de 24 horas de luz artificial. Si con la aparición de la clínica el mal, la contranaturaleza y la muerte salen a la luz, son llevadas a la luz en un nuevo espacio que permite el nacimiento de una nueva mirada («lo que era fundamentalmente invisible se ofrece de repente a la claridad de la mirada» -escribe Foucault), Domènec, con su intervención, que es una relectura que borra el texto y la obra en los que se inscribe su obra como texto, desequilibra, de nuevo, aquel fondo sobre el que está fundada la propia clínica -como metáfora de la mirada moderna- . Con esto, por despreocupación del espacio y por la confrontación con el silencio, da a ver lo no visto, da a leer lo no escrito. De ahí, quizá, de ese desplazamiento de los límites, emerge un nuevo espacio, ciertamente in-quietante, y una nueva mirada. La clínica de la clínica, el espacio del espacio, la luz de la luz: mirada de la mirada. Reescritura que es un borradura.

 

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Proust había escrito en Contre Sainte-Beuve que el escritor inventa, dentro de su lengua, una nueva lengua, una lengua extranjera, porque la lleva hasta ese extremo en el que la lengua delira, haciéndonos ver, a través de ella, lo que nunca antes se había visto, aunque no se hubiera dejado de mirarlo. Por ello, la escritura del delirio es una escritura de la visión, del mismo modo que la visión del delirio, que lleva las imágenes (ya vistas) hasta el extremo en que se convierten también en imágenes extranjeras, es una visión de la escritura. De esto, precisamente en Crítica y clínica, Deleuze extrae una lección: cuando el lenguaje cincela en su interior una lengua extranjera, produce un resplandor en los confines del lenguaje. Entonces, «cuando el delirio pasa a ser estado clínico, las palabras ya no desembocan en nada, ya no se escucha nada ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos». La noche blanca de 24 horas de luz artificial, sin historia porque queda borrada, sin colores ni ruidos: como la escritura con luz artificial de Derrida, el único modo de salir fuera a través del recogimiento dentro de la escritura del texto, de la imagen. Pura emergencia de la exterioridad en la interioridad de la obra (la escritura). Paimio llevado hacia su propia exterioridad mediante un recogimiento en el interior de luz artificial, el afuera del adentro. Todavía Deleuze: «Cualquier obra es un viaje, un trayecto, pero que sólo recorre tal o cual camino exterior en virtud de los caminos y las trayectorias interiores que la componen, que constituyen su paisaje o su concierto». Domènec: escritura sobre escritura, imagen de la imagen: desplazamiento.

 

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Reflexión sobre la arquitectura, la de Domènec, que es una aproximación, también, al silencio del espacio: allí donde el espacio se convierte en invocación de formas y de otros espacios, de una aspiración utópica, también convertida, con el paso del tiempo, en pura estructura despojada de política. Policía -la de los sanatorios, la del discurso sobre la salud- de los espacios que sustituye la política de los espacios: espacios construidos para habitar que acaban siendo espacios para confinar. Espacios de confines llenos del ruido de una excentricidad molesta: de ahí la recuperación, por Domènec, del silencio de unos espacios que el tiempo ha convertido en mudos. De ahí la luz artificial para escribir (Derrida) y para convertir el texto y la obra en un espacio deconstruido: única posibilidad de habitar, en la espera, espacios que reclaman ser releídos.

Desplazamiento hacia dentro de los espacios de la arquitectura moderna para abrir otros espacios: posibilidad de una imagen que nace del desplazamiento y que inaugura una temporalidad nueva para los espacios. Temporalidad lanzada hacia adelante para un retorno hacia atrás, como reescritura y borradura del pasado. La exterioridad ya está presente en 24 horas de luz artificial, pura interioridad deconstruida, puro desplazamiento. Un lugar y Ici même (dentro de casa), al contrario, provocan el resplandor del interior en el seno de la exterioridad que habitan, abriendo un espacio estático, paradójicamente, en el circuito del desplazamiento. Paradojas de Domènec: cartografía de unas obras que invierte la cartografía real de los espacios y de los tiempos de las obras.

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El diálogo de Domènec con Le Corbusier y su unité d’habitation es el núcleo de los trabajos que giran alrededor de Un lugar y, especialmente, de Ici même (dentro de casa). En la intervención de la marquesina de una estación de espera, Domènec ha llevado al exterior la reflexión sobre el espacio interior, clínico, en luz artificial, que había desarrollado en 24 horas de luz artificial. Con ello, ha restituido al Lebenswelt [el mundo de la vida] su deconstrucción del espacio fundado en las categorías modernas. Y lo ha hecho, también aquí, y quizá de forma aún más acentuada, con un cierto distanciamiento irónico: convertido a la vez en valla publicitaria y en lugar de espera. Otra vez, el espacio del silencio, aquí en medio del ruido urbano, como un espacio dentro del espacio que inaugura un tiempo dentro del tiempo: el tiempo de la espera a través de la construcción pensada para habitar.

Heidegger había escrito, en un texto fundamental, Construir, habitar, pensar, que el espacio no es un continente absoluto y neutro en donde las cosas están, sino que las cosas abren. Las obras que son construcciones no ocupan el espacio, sino que lo abren: lo hacen y lo despliegan a partir de aquella estrategia plástica que es un puro espaciar. La obra pone en el lugar un abrir el espacio a partir de ella, porque el espacio sólo es visible y, como tal, comprensible, en toda su dificultad, en la medida en que algo (aquí, la obra) lo muestra, haciéndolo emerger de su inexistencia y de su invisibilidad. Ici même (dentro de casa) muestra el espacio urbano confrontándolo con sus propias paradojas: espacio por habitar que es puro cruce sin habitantes, lugar que no lleva a ninguna parte, utopía como propaganda, fuera que es un dentro, dentro que oculto sólo puede mostrarse fuera. Construir para esperar, que es una forma de habitar, y para pensar, que es también una forma de esperar.

Marquesina de la espera en el lugar que imposibilita la espera: para habitar allí donde el pensamiento es más difícil. Y llegar, desde la perspectiva ontológica de la obra, a un casi nada: allí donde la obra busca ser desapercibida como obra, allí donde se interpela el mirar para ser llevado, también él, hasta su deconstrucción.

Y, en última instancia, con una recurrencia precisa y metronómica, sólo un ruido, también un casi nada que acaba siendo el ruido de una ausencia, el ruido de una traza. La ausencia de los cuerpos en 24 horas de luz artificial, la ausencia de los que esperan en Un lugar y en Ici même (dentro de casa). Ausencia y pura traza de una nada que no acaba de hacerse presente pero que, aún así, es visible. Sólo un ruido: el líquido (la leche) vertido en un vaso, el sorbo, verter, sorbo, tragar, verter, sorbo, tragar, verter, sorbo, tragar, …

Xavier Antich
(Domènec. Domestic, 2001)