Acumulación por desposesión y paradigma «securitario». Domènec y la captación del ethos postmoderno. Jordi Font Agulló

“[…] No se debe construir una muralla recta sino ondulada”

Flavio Vegecio Renato, Compendio de técnica militar, siglos IV-V

 

“[…]como el mundo social está enteramente presente en cada acción ?económica?, hay que recurrir a instrumentos de conocimiento que, lejos de cuestionar la multidimensionalidad y la multifuncionalidad de las prácticas, permitan elaborar modelos históricos capaces de dar razón, con rigor y minuciosidad, de las acciones y de las instituciones económicas tal como se ofrecen a la observación empírica. […]”

Pierre Bourdieu, Las estructuras sociales de la economía

 

“[…] Nuestra sangre se encuentra fuera de la ley, puede derramarse, pueden matarnos, masacrarnos, con una impunidad total.

Yitskhok Katzenelson, Le chant du peuple juif assassiné

 

“[…] Sombría será la noche…escasas las rosas.”

Mahmud Darwish, Menos rosas

 

1. En Palestina desde el año 1948, momento en el que se creó el Estado de Israel, está sucediendo algo muy significativo, que va más allá de este pedazo de tierra y que ha ido adoptando el cariz de una disputa de gran transcendencia, como mínimo en el ámbito del mundo occidental. La contienda entre los antagonistas es de una dureza extrema y cada vez queda menos espacio para el diálogo. Incluso la compasión, si es que en alguna ocasión estuvo presente, ha desaparecido completamente. En este sentido, los últimos despliegues a gran escala del Tsahal (el ejército regular israelí), tanto en territorio libanés durante el verano de 2006 como en la franja de Gaza a principios de 2009, confirman el predominio de una lógica belicista que hace muy difícil el hecho de llegar a unos mínimos acuerdos de paz entre israelíes y palestinos. La convivencia entre estos dos pueblos parece condenada para siempre a un estrepitoso fracaso. En realidad, se trata de una antigua enemistad de casi un siglo que tiene su punto de partida en el planteamiento, por parte del nacionalismo sionista, de un retorno a la hipotética patria perdida: el Israel bíblico de la antigüedad. Cuando se empezó a hablar, por parte de los promotores del sionismo, de una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra, entonces estallaron, como no podía ser de otra manera, los conflictos.

Como bien es sabido, Palestina, a pesar de su baja densidad de población, durante la década de los años cuarenta del siglo XX no era, precisamente, un espacio despoblado. Bajo el dominio imperial británico, los palestinos, en su gran mayoría árabes de religión musulmana, ya compartían mal con grupos cada vez más numerosos de judíos llegados de todo el mundo los exiguos recursos de un lugar productivamente muy limitado. Este litigio alrededor de la escasez reinante subió de tono después de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente a raíz de las consecuencias que comportó uno de los episodios más horrorosos asociado a la devastación bélica: la Shoah o destrucción del pueblo judío en Europa. Después de todas aquellas penalidades aún aumentó mucho más el deseo por parte del pueblo judío de pisar aquella supuesta tierra prometida. La carga simbólica creció exponencialmente en la medida en que el lugar mítico también se convirtió en el lugar efectivo de acogida de miles de supervivientes de la política antisemita genocida llevada a cabo por el nazismo. A pesar de que cuantitativamente la inmigración más significativa fue la de los judíos del propio Oriente Próximo y el norte de África, la llegada de barcos atestados de judíos liberados hacía poco tiempo de los campos de exterminio y de los guetos que se extendían por el Este europeo tuvo —a causa del efecto emocional que arrastraba el genocidio perpetrado por los nazis— un carácter fundacional. Efectivamente, en el año 1948 nació el Estado de Israel. Pero la edificación de aquel nuevo ente político, administrativo y también militar no se materializó de manera fluida y pacífica en una tierra sin pueblo, tal como se promulgaba propagandísticamente desde las posiciones sionistas más doctrinarias, sino que todo aquel proceso se convirtió en una nueva historia de violencia.

No obstante, la comunidad internacional vencedora lo consintió e, incluso, contribuyó activamente a ello, en especial Estados Unidos cuando unió la existencia de Israel a sus intereses geopolíticos. Al fin y al cabo —y algunos estudiosos del pleito palestino como Norman G. Finkelstein lo mencionan fundamentadamente—, tanto en el período de entreguerras como durante y después de la Segunda Guerra Mundial podía ser habitual, y no precisamente condenable, el uso de métodos como el desplazamiento forzoso de personas con el objetivo de resolver los conflictos étnicos. A pesar de aquella aparente y consentida normalidad, lo que tuvo lugar sin ningún tipo de dudas fue un terrible capítulo de dolor, desarraigo y exilio que afectó a una proporción considerable de la población palestina autóctona. Es el año de la Nabka (la desgracia o la catástrofe), tal como lo llamaron los palestinos de manera justificada. A la larga, ni todo el sufrimiento ingente de los judíos en Europa ha podido compensar el traumatismo que causó la fundación del Estado de Israel. Algunos historiadores israelíes revisionistas, como es el caso de Ilan Pappé, han desmontado el mito fundacional y le han dado la vuelta con argumentos muy sólidos. Las nuevas investigaciones vinculan la refundación nacional israelí —dejando de lado la recreación mitológica de un pasado perdido presente en todos los procesos de construcción de las naciones— a episodios deshonrosos de violación de derechos humanos fundamentales, incluso tan abominables como la misma limpieza étnica.

 

2. Cabe considerar, pues, que la fundación del Estado de Israel no estuvo inducida sólo por el sufrimiento de la persecución nazi, aunque sí fue un elemento que la precipitó y, en cierta manera, legitimó. Tanto fue así que el hecho de engendrar otros sufrimientos sobre el pueblo que vivía y trabajaba en aquel rincón del Oriente Próximo desde hacía siglos no supuso, en primera instancia, ningún impedimento moral para la empresa sionista. Del recorrido histórico del Israel moderno, resulta un hecho muy significativo —por su controversia y las repercusiones ligadas a él— que las víctimas —seguramente las víctimas por excelencia del siglo XX— hayan engendrado otras víctimas perennes que deslegitiman la viabilidad del Estado y que lo sitúan en guerra y movilización permanente. A partir de este cúmulo de circunstancias históricas ha surgido una organización estatal con unas peculiaridades que la ubican en la vanguardia, entre otras cosas, del tratamiento, el invento y la forja de las memorias colectivas y, de manera particular, también de las últimas formas de gestión y producción del capitalismo global. Israel es una paradoja radical. Tal como señala la historiadora Régine Robin, se trata de una sociedad fragmentada, etnizada y comunitarizada que, al mismo tiempo, es moderna y está vinculada al desarrollo de la alta tecnología y de los media más avanzados, americanizada, mundializada como todas las sociedades occidentales. Seguramente, Israel es un lugar privilegiado para captar este ethos postmoderno donde la modernización más rampante, combinada con el capitalismo más desregulado, convive con elementos identitarios y religiosos regidos por un atavismo sin barreras.

La ceguera, tal como remarca Régine Robin, hace tiempo que destaca en aquel lugar. En efecto, reina una cierta indiferencia sentimental y visual que dificulta percibir a los palestinos y su historia. Todo ello ha conducido —y se ha acentuado en estos últimos meses en los que han llovido las bombas desde el cielo sobre la deprimida tierra de Gaza— a una política opresiva en tota la regla que implica, utilizando las palabras exactas de la misma autora, […] transformación del paisaje, destrucción de las antiguas ciudades y pueblos, reconstrucción de los pueblos y creación de otros asentamientos; todo ello responde a una organización simbólica diferente del espacio, a una transformación radical de la toponimia, a una cuadriculación de las carreteras modernas que no tienen nada que ver con los antiguos caminos. Se trata de recrear el país, de volver a constituir su geografía, de rediseñar el paisaje, de garantizar no sólo el dominio físico, sino también el dominio simbólico. Y a partir de aquí, lo que sigue son las nuevas colonias y asentamientos, la desviación de las redes de canalización y de irrigación, las autopistas de circunvalación, el mallado del territorio y la “bantustanización” de los territorios ocupados. […] Se trata, indudablemente, de una descripción muy afinada de la tesitura en la que se desarrolla, desde hace ya un período de tiempo largo, la apuesta nacionalista israelí. Una apuesta, según otro historiador, Mark Mazower, en la que la planificación espacial ha tenido desde siempre un papel de primer orden y, además, ha contado con unas fuentes inspiradoras que tenían su referente en la escuela alemana de geografía económica de entreguerras. Algo que no es nada extraño si se tiene en cuenta —tal como ya se ha remarcado— que la creencia en el Estado-nación étnicamente puro como vía de solución para la distribución de la población y de los recursos fue una moneda de cambio habitual en los rediseños cartográficos de la postguerra y en muchos procesos de descolonización. Así pues, en este sentido puede decirse que los arquitectos del nuevo Estado israelí no tenían nada de singular en lo relativo a la asunción de unos criterios —discutibles e inhumanos, tal como se ha demostrado— utilizados por muchos otros pueblos. A pesar de ello, sí había una diferencia: la creación de Israel suponía un acto de colonización clásico en un momento de desintegración de los imperios. Todo ello sólo podía llevar al conflicto, a la resistencia tenaz de los sometidos y a la debilidad del sistema democrático.

Curiosa democracia, pues, la de este Estado que se vanagloria de ser el único país de Oriente Medio donde funciona un sistema parlamentario homologable al de cualquier país de la órbita occidental. En realidad, tal como sucede con muchas otras cuestiones, Israel ocupa un escalafón de abanderado dentro de una concepción de la democracia cada vez más en boga y que se caracteriza por la restricción de la participación democrática, por el encumbramiento del individualismo y por el protagonismo central de las élites. El politólogo Sheldon S. Wolin lo ha descrito de una manera muy exacta a partir de la terminología de managed democracy y del desarrollo de la noción de totalitarismo invertido que vendría a significar una connivencia entre la organización estatal, la participación activa y politizada de las grandes corporaciones y la pasividad política acrítica de la mayoría de los ciudadanos. En Israel, en buena medida, se está dando este fenómeno pero con una diferencia que hay que tener en cuenta: el grado de movilización militar a que está obligada una población instruida a partir del cultivo de una cultura del miedo y de la amenaza exterior. En definitiva, una nación en armas desde sus orígenes contra unos enemigos reales y potenciales —la OAP, Hamás, Hezbollah, Iraq, Irán… según los momentos históricos— que pondrían en peligro su integridad territorial y su supervivencia identitaria.

Esta situación de alerta permanente ha colocado a Israel en el ranking de los países pioneros en la generación de tecnologías de seguridad y de protocolos de actuación tanto en conflictos de baja intensidad como en casos de guerra abierta. Estos progresos tecnológicos adquirieron una fuerza inusitada desde los hechos de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, que inauguraron, como es bien sabido, la época de la guerra contra el terrorismo global. De la mano de la política norteamericana desbocada y militarizada, Israel ha confirmado con creces su estatus de laboratorio «securitario» y de sociedad-guarnición, tal como lo llama el comunicólogo francés Armand Mattelart. Como elementos muy ilustrativos de estas prácticas «securitarias», el mismo autor destaca el muro de hormigón (security fence) de ocho y nueve metros de altura con alarma electrónica, reforzado con fosos y alambre de espino en algunos lugares, que está previsto que tenga una longitud de 700 quilómetros, la misma que la “línea verde” en Cisjordania, y que marque la frontera fijada en 1967 durante la Guerra de los Seis Días. La cosas van incluso más allá en lo relativo a la gravedad a causa de que, por ahora, la construcción del muro ya se salta arbitrariamente la línea marcada a resultas del conflicto. Conscientemente, la Administración israelí lleva a cabo una política territorial agresiva y de hechos consumados con la excusa de la protección de las colonias judías que se encuentran dentro de los territorios ocupados palestinos. Con las defensas y las sofisticadas redes de vigilancia que las rodean, estas agrupaciones de viviendas contribuyen a ampliar ilegalmente el territorio israelí y a reducir el espacio vital palestino. Es una manera de proceder que tiene en cuenta la perspectiva de una futura partición de Palestina en dos Estados. De esta manera, Israel, con parte del trabajo ya hecho, se quedaría con la mejor parte del pastel.

Tal como ya se ha señalado, una de las prioridades de quien ostenta el poder político en Israel es, como mínimo hasta ahora, resaltar su carácter moderno y occidental, lo que quiere decir publicitar credenciales y políticas públicas democráticas que, de una u otra forma, encubran el panorama espeluznante que asola el territorio palestino y a sus habitantes desplazados y recluidos en emplazamientos residuales sin ningún tipo de derechos. Estos grandes yermos donde sufre la población palestina son un escollo que está por resolver en la agenda de planificación de una reestructuración territorial que el poder israelí considera inacabada. En realidad, las maniobras de enmascaramiento en las que la cultura juega un papel activo son muy propias del Occidente capitalista, sobre todo desde la década de los años ochenta, cuando las grandes corporaciones privadas y el Estado, con un papel subsidiario, establecieron una estrecha relación. Un vínculo que reunía al patrocinio empresarial con la política pública. En consecuencia, esta unidad conectó, según la investigadora Chin-tao Wu, a las artes y la cultura con el espíritu del libre mercado tan apreciado en la década de Reagan y Thatcher. Pero no sólo comportó esta mutación significativa, sino que también implicó, amparándose en el funcionamiento del sacrosanto mercado, que el arte jugara un rol de merchandising identitario y de consenso. A pesar de todo, cabe señalar que, en algunas ocasiones, en las políticas artísticas institucionales —públicas o privadas— aparecen ambivalencias que abren senderos por los que circulan discursos antagonistas poco simpáticos con el poder instituido.

En una coyuntura tan poco edificante desde el punto de vista moral como es el caso de la de Israel, pues, no resulta extraño que se promueva el intercambio cultural y artístico con otros Estados modélicos, en principio, en relación con los parámetros de definición de lo que se considera una democracia. En este sentido, llevar a cabo intercambios artísticos podría entenderse como un signo de normalidad y, en buena medida, fue a raíz de esta vía que Domènec hizo su primer viaje a Israel en el año 2006. Pero, tal como se ha destacado, dentro de la institución también se producen grietas que permiten que algunos artistas, gestores y comisarios trabajen con libertad crítica y voluntad subversiva. Domènec y sus anfitriones israelíes explotaron, tal como ponen de manifiesto los proyectos realizados, esta rendija. Por otro lado, si se tiene en cuenta su trayectoria en los últimos quince años, tampoco es inusual que fuera a parar a Israel.

De este artista destaca su trabajo alrededor de la crisis del proyecto moderno y las mutaciones postmodernas que han tenido lugar desde el último tercio del siglo XX. Domènec realiza esta elección artística a partir de una concepción cada vez más expandida de la escultura con el uso de dispositivos técnicos y de presentación diversificados en los que el reciclaje protoarquitectónico y el proceso paradocumental juegan un papel preponderante. Así pues, podríamos afirmar que, utilizando la arquitectura como vía de aproximación metonímica, Domènec ha compuesto una verdadera prospección sobre las pretensiones utópicas de la Modernidad. De esta manera, situándose en el terreno de un postmodernismo crítico —que se distingue de aquél afirmativo y claudicante que no hace más que cantar apologéticamente la derrota del humanismo radical y de las propuestas sociales que pugnan por la igualdad—, opta por adoptar un compromiso rebelde que, si bien se interroga sobre las limitaciones de la Modernidad, insiste en mostrar que el orden heredado es más la expresión de un naufragio que no la plasmación de una superación positiva de algo agotado. En definitiva, su posicionamiento crítico le ha llevado a escudriñar en la médula del potencial utópico moderno para reinterpretarlo y reubicarlo. Es decir, con el objetivo de devolverle un sentido dentro del caos sistémico y la fragmentariedad que nos envuelve. Principalmente, ha llevado a cabo esta operación, tal como ya se ha comentado, explorando el potencial transformador y el imaginario utópico que poseyó la arquitectura moderna. Proyectos releídos de arquitectos como Alvar Aalto, Le Corbussier o Mies van der Rohe, por citar sólo a algunos, le han servido, en el pasado, para arrojar luz de manera muy productiva y pedagógica sobre las carencias, las paradojas y las voluntades de cambio que contenía el poliédrico pensamiento moderno. De esta manera, sus relecturas, que se plasman objetualmente en maquetas a menudo descontextualizadas de su marco de origen y funcionalidad, se convierten en espejos de una Modernidad en crisis y de la desorientación postmoderna y, además, relanzan, después de un proceso de despojo de cualquier planteamiento grandilocuente, las virtudes utópicas modernas para ser aplicadas en un contexto cotidiano.

Su viaje a Palestina, invitado a una residencia por un organismo israelí (Jerusalem Center for The Visual Arts), tenía muchas posibilidades de haberle llevado a continuar en esta línea de trabajo. En realidad, un número significativo de arquitectos identificados con el racionalismo terminaron construyendo en Israel. Tel-Aviv es una de las ciudades del planeta que concentra más edificios de estas características. En primera instancia, no parecería contradictorio que el lugar concebido y tantas veces designado como la tierra prometida terminara alojando una arquitectura pensada para mejorar las condiciones de vida de la humanidad, pero si nos atenemos al proceso fundacional de este Estado, a la trayectoria y al momento actual, la contradicción se hace desgraciadamente más evidente. Es más, no resulta nada atrevido afirmar que las tan mencionadas paradojas implícitas en la Modernidad adquieren una visibilidad inusitada en cada una de las acciones israelíes en Palestina. Ciertamente, uno de los lugares del globo terráqueo donde la vía humanista emparentada con el discurso moderno ha mostrado un fiasco más clamoroso es Israel. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que en sus inicios la realidad estatal hebrea tuvo conexiones muy directas con versiones del laborismo y del socialismo. Con todo, como es sabido, ello no evitó el aislamiento forzoso de una gran proporción de los habitantes palestinos que residían en aquellos lugares. Una segregación que no cesa, sino que en la actualidad incluso se acentúa.

Ante este panorama en el que aflora la brutalización de la cotidianidad, Domènec no se quedó impasible. Podría haber sido interesante, pero no bastaba con la fijación de su mirada escrutadora en alguna construcción arquitectónica emblemática. La especulación metonímica alrededor de algún rastro arquitectónico entre tanta injusticia y barbarie podría haber adquirido el cariz de un mero ejercicio formalista, una selección próxima a una especie de repliegue inoperante y despolitizado, tal como diría Dominique Baqué. Domènec, pues, se vio —y continúa viéndose— atrapado y cautivado por un universo vivo y vibrante que expone a la vista la condición última de la política postmoderna. Más aún, podríamos convenir con George Arthur Goldshmidt —periodista citado por Régine Robin en su libro sobre las dinámicas de la memoria en relación con la historia— que en este punto minúsculo del planeta está en juego, quizás, el propio destino de la memoria colectiva occidental. Sin ningún tipo de duda, cabe aseverar que la conducta guerrera y humillante israelí sobre el pueblo palestino difama el recuerdo de la tragedia del pueblo judío en manos de la criminalidad nazi. Como es sabido, Auschwitz pone en una situación de jaque mate al monumento intelectual de la Modernidad, pero también las masacres de Sabra y Shatila o los últimos bombardeos sobre la deprimida franja de Gaza, con todas las distinciones que se quieran, siguen una determinación que sólo puede acabar engordando el oscuro universo de la barbarie.

Llegados a este punto, se cuestionan y pierden peso, incluso, los argumentos esgrimidos por todos aquellos que de la memoria de la Shoah han creado y crean el modelo para erigir una crítica negativa de la vía moderna occidental. Evidentemente, ello no significa que dejen de haber motivos para evaluar con todas sus contradicciones latentes y visibles al proyecto moderno —los orígenes fundacionales de Israel no pueden entenderse de otra manera que no sea en esta clave paradójica de la Modernidad—, pero el verdadero problema empieza cuando aquella memoria de la herida de los campos de exterminio se convierte en un instrumento para justificar comportamientos execrables. La incongruencia moral resulta letal y el recuerdo sublimado de las víctimas se convierte en algo banal, litúrgico y ritual al servicio de una causa que ignora conscientemente la inmoralidad de los medios empleados. Las secuelas son la Modernidad doblemente ultrajada y la manipulación de la memoria del crimen cometido sobre el pueblo judío durante los años de plomo como resultas de la expansión criminal del imperialismo alemán. Un episodio que ha dejado un rastro conmovedor gracias a miles de testimonios y obras literarias excepcionales como, por ejemplo, el largo poema escrito en yiddish Canto del pueblo judío asesinado del poeta Yitskhok Katzenelson, portavoz y emblema del sufrimiento causado por la aniquilación del gueto de Varsovia, que terminó gaseado en Auschwitz. En realidad, éste es el enorme desencanto que nos abruma cuando percibimos la herencia testimonial de la Shoah (edificio cultural humanista indiscutible) manoseada por la conducta a menudo infame del Estado de Israel. En este sentido, y a título individual, es muy significativo el recorrido vital de la superviviente del campo de Bergen-Belsen, Hannah Levy-Hass, madre de la eminente periodista israelí Amira Hass. Esta mujer vio como todos sus mundos se hundían: el asolamiento de la minoría judía en Europa, la implosión del socialismo en su Yugoslavia natal y, finalmente, la gran decepción de su casa de adopción, Israel, que pronto anunció su carácter colonialista.

Por todo ello, y sin dejar de lado otros aspectos ya comentados sobre la organización capitalista de la producción, Israel tiene este vínculo tan estrecho con la condición de la postmodernidad. Israel-Palestina son, en consecuencia, una realidad y una metáfora del terrible callejón sin salida en el que se encuentra el hombre contemporáneo. Con el viaje a Oriente, la obra artística de Domènec ha experimentado un cambio, aunque no en un sentido iniciático neoorientalista y de reencuentro con lo más profundo de la esencia de su ser, sino que debería hablarse de una repolitización de sus procedimientos estéticos. Esta transformación, viva y sin signos de haber llegado a su fin, le ha permitido la captación de las rutas por donde se desplazan la economía política y el capital simbólico de última generación. En consecuencia, el viaje, o mejor dicho, las diferentes estancias en Palestina, lejos del turismo cultural bienpensante, le han ayudado a afinar aún más su procedimiento artístico, que ha pasado de poner de manifiesto las carencias de la Modernidad a desvelar las disfunciones del momento postmoderno en un lugar específico.

 

3. A pesar de que vivimos en una época en la que el hecho de viajar ha degenerado en una actividad consumista y frívola, también es verdad que hay quien extrae de ello unas lecciones apasionantes que procesa en actos creativos y de conocimiento que pueden tener un interés público y general. El dramaturgo inglés David Hare es uno de estos casos. A raíz de una estancia en Israel y en los territorios palestinos en 1997 nació el monólogo Via dolorosa. Una obra de estilo ágil e irónico tal como confirma el siguiente fragmento: “[…] No hay nada que te prepare para el choque físico del paso a Gaza. Un escritor decía que ir en coche de Israel a la franja de Gaza es como ir de California a Bangladesh. Te acostumbras tanto a las autopistas anchas y a la fácil sensualidad de Israel, que es la visión del polvo, un polvo repentino, una tormenta marrón y gigante de auténtica suciedad lo que te avisa de que estás a punto de entrar en una sociedad donde la gente gana exactamente un 8% de lo que sus homólogos ganan en Israel. […]”. Sin lugar a dudas, esta descripción impresionista muestra sobradamente el drama y el deterioro que asola a la disputada Palestina. Domènec, por su parte, sin ir a Gaza pero desarrollando un intenso trabajo a medio camino entre la manera de hacer detectivesca y la deriva situacionista en la ciudad dividida de Jerusalén y en los territorios ocupados de Cisjordania, ha conseguido trasladarnos la inquietante naturaleza que ha adoptado en la actualidad el proyecto económico y político israelí. Tal como es habitual en su obra, con un ejercicio de estilo austero coronado por la distancia crítica y la ironía, perfila un retrato disidente que, no por insólito, deja de aportar una crítica eficaz y accesible.

Para alcanzar su propósito —ya hemos remarcado que en esta ocasión no trabaja alrededor de ningún paradigma arquitectónico concreto o autorial—, el operativo con el que ha desplegado su reapropiación estética ha tenido presentes tres vértices de la sociedad israelí: la seguridad y la guerra; el hecho de habitar asociado a una economía con unos rasgos colonialistas muy singulares, tal como veremos; y, por último, las víctimas y su memoria. Es evidente que el planteamiento expositivo implica una desorientación previa que se transmuta, pero, en un brillante instrumento de reflexión crítica. La vaga recreación de una oficina de propiedad inmobiliaria (Real Estate) con sus hipotéticos materiales promocionales podría parecer una provocación a la hora de enfrentarse a la realidad de una sociedad tan trastornada. No obstante, la incursión del artista en la cotidianidad pone de manifiesto que la actividad económica neutra no existe. Siempre responde a la presencia intensa, tal como subrayó Pierre Bourdieu, del mundo social.

En el caso israelí-palestino, dada la gravedad del conflicto, el mismo hecho de habitar y situarse en el territorio —aunque siempre la tiene en todos los lugares— adquiere una connotación política mucho más fuerte, e incluso se convierte en un acto de violencia colonialista con consecuencias detestables para la gran mayoría palestina desfavorecida. Domènec lo presenta irónicamente para que lo podamos entender, pero la vida real es mucho peor. Es cínica y no hay ningún impedimento al hecho de que en la prensa israelí aparezcan anuncios inmobiliarios que hacen referencia a viviendas que se encuentran dentro de los territorios palestinos ocupados ilegalmente. La venta de estas viviendas es posible y, además, se impulsa como una herramienta más de la estrategia de dominación israelí. Pero llevar a la práctica cotidiana cuestiones como el afianzamiento progresivo de estos asentamientos de colonos que se creen pioneros de una causa mesiánica y, además, hacer que sea viable exige la asunción de una política «securitaria» extrema que tiene unas secuelas catastróficas en el ámbito de la sociedad civil. Es la restricción democrática sin freno, lo cual le confiere, desgraciadamente, un papel modélico. Naomi Klein ha expresado de manera muy cristalina en qué consiste este protagonismo israelí en el campeonato global de la seguridad. Sobre este asunto, la analista canadiense explica lo siguiente: en Sudáfrica, Rusia y Nueva Orleans, los ricos construyen muros a su alrededor. Israel ha llevado este proceso algo más lejos: construye muros que rodean a los pobres peligrosos. Se trata, remarca Naomi Klein, del mejor exponente del capitalismo del desastre. De ninguna manera se trata de retórica anticapitalista. Por ejemplo, hace poco se ha presentado un proyecto de la ciudad de Rio de Janeiro que consistirá en la construcción de un gran muro que circundará los barrios depauperados conocidos con el nombre de favelas.

Esta última definición que apela al desastre sienta perfectamente bien a todo lo que capta Domènec y que nos expone a través de los materiales que complementan y dan sentido a su supuesta oficina inmobiliaria. Por un lado, un documental fragmentado —muy lejos de la linealidad de la narrativa visual televisiva— y ampliado en cuatro propuestas temáticas que reflejan la ruptura cívica y territorial y, por lo tanto, la imposibilidad —a pesar de la existencia de activistas de izquierdas propiamente judíos que buscan una vía alternativa de conciliación— de implantar una cierta cohesión social ante el avance inexorable de un comunitarismo que se fundamenta en la desigualdad y la explotación. Una palabra, esta última, que pierde peso de manera gradual porque, desde la llegada de los judíos de la desaparecida Unión Soviética a principios de los años noventa, a la población palestina ya no se la considera productiva, y aquí reside la singularidad del colonialismo tardío israelí. Tratada como residuo molesto, se la tiene desplazada y ubicada en grandes prisiones que son los mismos territorios ocupados y su presencia se convierte en el pretexto esencial, a través del mantenimiento de un conflicto permanente de baja intensidad, para impulsar una próspera industria de la seguridad. A pesar del desastre, los índices de crecimiento de la economía son enormes, comparables, según Naomi Klein, a los de China e India. El estado latente de guerra constituye la espina dorsal del capitalismo israelí. El mantenimiento de este clímax de tensión se expresa, en opinión de Ariella Azoulay y Adi Ophir, en el equilibrio inestable entre la violencia suspendida cotidiana (es decir, la presencia cierta pero oculta de la amenaza de un hipotético uso de la fuerza) y la violencia espectacular que no presta atención a los medios empleados y que se aplica en algunas situaciones de intensificación de la resistencia de los oprimidos. Además, gracias a la extrapolación planetaria del estado de excepción promovido hasta hace muy poco por la administración estadounidense del ex presidente G.W. Bush, los beneficios no han dejado de crecer.

Por otro, una edición especial, una especie de publicación que se inspira en los suplementos de anuncios inmobiliarios que Domènec convierte en un catálogo que documenta y verifica fotográficamente qué es una sociedad segmentada y prisionera de unas dinámicas económicas sin escrúpulos: asentamientos judíos en barrios árabes y palestinos de Jerusalén, el muro de la vergüenza en construcción, casas palestinas demolidas, campos de refugiados, colonias judías en territorios ocupados, molestos puntos de control (Check points), restos de antiguos pueblos palestinos de antes de 1948. En definitiva, la estridente constatación de que los sectores dominantes israelíes han optado por la vía de una fortaleza futurista que se concibe a sí misma con las facultades suficientes como para asegurarse la supervivencia y la primacía a pesar de estar rodeada de enemigos, caos y la humillación indigna que ella misma produce. El sufrimiento es el negocio: tecnologías de vigilancia, compañías de seguridad, más privatización y restricción de los servicios sociales, industria armamentística y la edificación de un muro sinuoso y ondulado que esté preparado para contornear —y penetrar ofensivamente cuando sea necesario— el territorio de la población considerada como sobrante y no productiva.

 

4. En una canción del compositor Kurt Weill aparece un supuesto espacio utópico, llamado Youkali, que vendría a ser el cobijo de la felicidad y del placer, el país de nuestros deseos que se hunden cuando nos damos cuenta que sólo se ha tratado de un sueño, de una locura pasajera. En Israel, la demencia no es pasajera; es crónica y negativa y, además, se decanta hacia la consecución de una utopía degenerada que podría perfectamente encarnarse en el nombre enigmático de Baladia. En el desierto del Negev, el Tsahal y el ejército de los Estados Unidos experimentan técnicas de lucha contrainsurgente en las calles y las casas de una ciudad-simulacro, Baladia, que es una réplica exacta de una localidad palestina. Éste es el taller, la incubadora de empresas de la época «securitaria». Por desgracia, Israel-Palestina se dirige hacia una polarización extrema. Por un lado, la ciudad-ciudadela y, por otro, la proliferación de los gigantescos guetos segregacionistas en la franja de Gaza y en Cisjordania. El escritor libanés Elias Khoury da en el clavo cuando afirma que los políticos israelíes responsables del confinamiento por la fuerza militar no sólo están olvidando la historia de opresión de su propio pueblo, sino que parece que hayan decidido identificarse con sus asesinos e imponer a los palestinos que se conviertan en los judíos de los judíos. Este último juego de palabras no es, precisamente, una diversión; es una cruda realidad sobre la que Domènec, conjuntamente con Sàgar Malé, ha trabajado de manera sobria y convincente en los planos fijos del trabajo videográfico 48_Nakba. Efectivamente, cinco entrevistas a palestinos que hace ya más de sesenta años que malviven en campos de refugiados dentro de su propio país —¡qué paradoja ser un exiliado en casa de uno mismo!— reflejan la marginación de todo un pueblo y el intento de su aniquilación cultural e identitaria. Una aniquilación que se lleva a cabo a diario mediante la ejecución de un plan sistemático que tiene por objetivo borrar todos los referentes que pueden proporcionar la esperanza de mantener en el presente los vínculos con el pasado reciente perdido. Pero hay más que ello, ya que quedan evidenciadas la agresión y la mutación físicas ejercidas sobre la geografía palestina a través de un proceso de desposesión de los recursos que no tiene otra finalidad que la acumulación capitalista. Se trata de una reorganización espacial, utilizando la terminología del geógrafo David Harvey, que se materializa bajo pautas políticas neoconservadoras dirigidas a la imposición de una lógica territorial de orden y control y bajo los impulsos económicos atizados por la privatización neoliberal en un lugar donde no hay abundancia de recursos. El agua, por ejemplo, es un caso muy explícito de ello. Todo ello ofrece unas enormes oportunidades al complejo militar-«securitario» y se legitima con la máscara esculpida por medio del discurso que se centra en el combate contra un supuesto terrorismo palestino —cuyas acciones también suponen, algunas veces, una violación de los derechos humanos fundamentales— que, por cierto, ya se encuentra incluido en el catálogo global del Eje del mal.

Podría decirse que la incursión en Israel-Palestina ha supuesto la incorporación de una variante en el trabajo artístico de Domènec. Es decir, que al hecho de redimensionar política y filosóficamente el paradigma arquitectónico racionalista, sometiéndolo a una estrategia de desmontaje como vía de acceso a un depurado análisis sobre las insuficiencias de la Modernidad, ha añadido una actitud próxima a la del agitador —que no quiere decir ni menos compleja ni menos reflexiva—. Este gesto queda patente en el protagonismo que se concede a las relaciones humanas y en el establecimiento de conexiones con el entorno social y político que no acepta un presente manchado por el oprobio y la opresión. La prospección de Domènec —entre la investigación urbanística, la sociología y la antropología cultural— no ha ido en la dirección de constituir formas artificiales de vida social, tal como sucede en la mayoría de las propuestas de la estética relacional, sino que tiene la finalidad de mostrarnos documentalmente los vestigios de una arqueología de lo que podría ser un futuro generalizado y presente en todo el mundo, con el miedo y la violencia como fundamentos del orden social. Israel-Palestina es un ejemplo perfectamente creíble de la oscuridad que puede abrazar nuestro futuro y, al mismo tiempo, este binomio ya ha adquirido la amplitud trágica que se deriva del lamento por la perversidad que puede alojar en su seno la condición humana. Es decir, la inquietud que rezuma del hecho, tal como señala Eva Figes en su novela–ensayo, de que el victimismo del pueblo judío pueda justificar actos que causan más víctimas. Lo que tenía que ser un referente moral para la humanidad, el Holocausto, en las garras de los halcones del Estado de Israel corre el peligro de perder la dignidad y de convertirse en un mero instrumento propagandístico.

En referencia al contexto norteamericano, que cabe recordar que a menudo actúa tanto como caja de resonancia como de polo de influencia de las posturas oficiales israelíes, el historiador Peter Novick ha alertado sobre estas banalizaciones simplificadoras que, a su parecer, están muy relacionadas con el hecho de que los judíos de Estados Unidos se hayan encerrado en ellos mismos y con el de que se hayan desplazado hacia la derecha en el marco de la esfera política, lo que les ha conducido a adulterar y tergiversar el peso cultural de la tragedia vinculada a los campos de la muerte nazis. Sin lugar a dudas, las políticas de los últimos gobiernos israelíes hacia los palestinos aún dificultan mucho más las posibilidades de mantener este referente humanista como universal. La combinación de identidad racial y religión con tecnologías de última generación convierte a Israel en la cuna por excelencia del ethos postmoderno. A pesar de ello, de acuerdo con lo que venimos manteniendo, dentro de la Postmodernidad también hay espacio para la disidencia crítica y la resistencia, incluso en los parajes palestinos donde ya no abundan las rosas tal como dice el verso de Mahmud Darwish. Ya hace tiempo que Domènec transita por este camino resistencialista y, por este motivo, no es casual que su estética, tan adecuada para estos tiempos de urgencia, haya operado en Israel-Palestina.

En definitiva, para terminar, sólo añadir, a pesar de que algunos autores continúan insistiendo en ello —sobre todo dentro del mismo mundo cultural judío—, que ya no tiene demasiado sentido calibrar si fue o no pertinente la fundación del Estado de Israel en Palestina en 1948. La realidad del presente se impone y, por lo tanto, el objetivo más importante es convertir en habitable para ambos pueblos aquella porción de tierra. Las dificultades son enormes, quizás imposibles de superar, pero el único camino es la profundización democrática asociada a una transformación del modelo socioeconómico —por otro lado, sólo posible si se produce también en paralelo en un ámbito global— y el entendimiento entre los sectores pacifistas y más progresistas de ambos lados. La continuación de la opción de la fuerza conduce a un cataclismo. ¿Los poderes fácticos israelíes han pensado —tal como sostiene Perry Anderson— qué podría pasar si los países árabes de Oriente Próximo se desembarazaran algún día del dominio neoimperialista norteamericano? Es probable que el cautiverio palestino dejara de existir tal como lo conocemos hoy. Al mismo tiempo, también es prácticamente seguro que se perdería la oportunidad de redefinir a un país con espacios para la democracia y la laicidad. Tal como es perfectamente palpable a diario, las actuaciones israelíes en clave nacionalista radical y sumamente neoconservadoras en el ámbito social son el mejor combustible para sus adversarios más fundamentalistas y reaccionarios. En el fondo, el hecho de que el Estado de Israel se empeñe en cabalgar sobre el paradigma «securitario» y el capitalismo del desastre no puede ser otra cosa que un mal augurio. Es la expresión más transparente de la fragilidad a la que está expuesto.

 

Bibliografía citada y utilizada

 

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Domènec. De lo moderno usado. Martí Peran

Domènec. De lo moderno usado. Martí Peran

A lo largo de poco más de una década el trabajo de Domènec (www.domenec.net) se ha concentrado en gravitar, con órbitas distintas en cada ocasión, alrededor de las paradojas, los desatinos y los fracasos de la arquitectura moderna. Esta prospección crítica de la modernidad – como se demostró recientemente en la exposición “Modernologías”- se ha convertido en uno de los relatos más interesantes entre los que componen la partitura del arte contemporáneo. La justificación de esta deriva ha de ser necesariamente compleja, pues responde a numerosos elementos. En primer lugar, representa una oportunidad idónea para someter los presupuestos utópicos a una severo correctivo; por otra parte, la modernidad revisada allana el camino para desarrollar un arte crítico desde la memoria colectiva con todos sus negativos intrínsecos; finalmente, y quizás más importante todavía, la constatación de las fisuras que atraviesan al proyecto moderno, permite diagnosticar con notable precisión muchos de los desajustes y desamparos ideológicos propios de la contemporaneidad heredera de ese mismo proyecto. Todo este abanico de narraciones son puestas en juego en los proyectos desarrollados por Domènec aunque, como veremos, con una serie de matices y añadidos que otorgan a su propuesta un valor singular.

El modo habitual de exhibir la caída del ángel de la Historia lo resuelve Domènec mediante dos gestos de talante bien distinto. El primero consiste en sintetizar los contenidos del programa moderno en maquetas a escala, al modo de objetos escultóricos con una función contra-conmemorativa. A su vez, la segunda operación consiste en instalar estas mismas maquetas en el interior del mundo real para que reciclen sus funciones y propósitos y, ante todo, para que los supuestos teóricos que contienen se sometan a la experiencia y al uso. Con este doble movimiento, los proyectos se convierten en operaciones de recontextualización, en las que los espacios y los tiempos se repliegan y desdoblan, denotando en cada movimiento lo que podría conservarse de la historia, lo que debe cancelarse y, sobre todo, lo que cabría reformular y adecuar a las necesidades reales.

Los ejemplos de esta suerte de metodología de trabajo son numerosos. En Existenzminimum (2002) el monumento que Mies van der Rohe dedicara a Rosa Luxemburgo, se convierte en un habitáculo portátil con un pequeño manual para su automontaje; la Taqueria de los vientos (2003) reconvierte la torre original de Gonzalo Fonseca para los Juegos Olímpicos México 1968 en una taqueria ambulante que, más allá de dispensar comida y simbolizar los derroteros de la economía informal, evoca la represión gubernamental que precedió a la inauguración de los Juegos que habían de modernizar el pais; Unité Mobile (Roads are also places) (2005) convierte una maqueta de l’Unité d’Habitation en un camión teledirigido que circula, ante la sorpresa de los habitantes del emblemático edificio de Corbusier, por las distintas dependencias del complejo habitacional en Marsella. En una perspectiva muy cercana, en Sostenere il palazzo dell’utopia (2004) los usuarios reales del edificio romano de Corviale, inspirado en las soluciones tipológicas del urbanismo moderno para higienizar las zonas periféricas, aparecen retratos sosteniendo la maqueta, de nuevo, de l’Unité, reivindicando así, como sucediera con la iconografía tradicional de los mecenas sosteniendo las maquetas de sus promociones eclesiásticas o palaciegas, su verdadero protagonismo y su legitimidad para modificar el edificio en función de sus reales necesidades. Todavía operando con esta misma lógica, y entre los trabajos más recientes, Superquadra casa-armário (2007) reinterpreta los bloques habitacionales de Lucio Costa en Brasilia al modo de prototipos de refugio.

Una cuestión fundamental en todos estos proyectos es su vinculación con el contexto específico donde se formulan y se ejecutan. En efecto, esa revisión de la modernidad no se resuelve de un modo abstracto y desde el horizonte de lo teórico sino que, por el contrario, se encarna en cada ocasión acorde a determinados episodios modernos propios del lugar. Así, por ejemplo, la taqueria se concibe y se ejecuta en México D.F y la casa-armário en Brasilia. Este detalle no es anecdótico sino todo lo contrario; es lo que permite, no solo interpretar el paradigma moderno dentro de un marco histórico y social específico sino también, y mucho más importante, acelera el cortocircuito por el cual lo moderno ideológico y programático desciende hasta el efectivo valor de uso que, necesariamente, lo subvierte en función de los imaginarios reales y las expectativas mundanas. Con ello, esta prospección de la modernidad acentúa el valor de la experiencia real como el lugar desde el cual articular la crítica e, incluso, concede al conjunto de trabajos una efectiva dimensión pública.

El determinante papel del contexto real es precisamente lo que se convierte en el núcleo de trabajos como Real Estate (2007) y 48_Nakba (2007). En esta ocasión, sin referentes modernos al uso, Domènec describe de forma copiosa la dimensión arquitectónica de la colonización sionista de las tierras palestinas que convierten al urbanismo judío en una arma de guerra. Ahora, de algún modo, todo ese bagaje adquirido en la revisión de la modernidad histórica, se pone al servicio de un documentado retrato de uno de los episodios más infames del presente posthistórico perfilado bajo un modelo único. Los últimos trabajos de Domènec, tras esta inflexión, en lugar de conceder el protagonismo a aquello que no aconteció, acentúan su aproximación hacía aquello que, como acción imperativa de supervivencia y de justicia, acontece por encima de las previsiones. Motocarro (2010), una reconstrucción del artefacto con el que el Plácido (1961) de Berlanga intentaba soportar las penurias de la posguerra, circula ahora por las calles de la misma ciudad en las que se rodó la célebre película, pero como un dispositivo móvil puesto a disposición de aquellos que lo requieran y como evocación de otros tantos lugares donde los motocarros continúan simbolizando la respuestas imaginativas a la carencia.

(Exit Express # 45, Junio 2010)

 

Huellas de futuro, ruinas del pasado. Jordi Font i Agulló

(*Texto del catálogo de la exposición individual Existenzminimum, Fundació Espais d’Art Contemporani, Girona, 2002)

 

La position d’un agent dans l’espace social s’exprime dans le lieu de l’espace physique où il est situé (celui dont on dit qu’il est “sans feu ni lieu” ou “sans domicile fixe” n’a —quasiment— pas d’existence social) […]

Pierre Bourdieu, La misère du monde.

 

Presentación 1.

Alguien camina sin ninguna dirección clara en medio de un bosque frondoso. No podemos verle, solamente podemos percibir los efectos de su conducta en los movimientos de las ramas y el ruido provocado por sus pasos. El murmullo de la vegetación resquebrajada por el peso del transeúnte invisible se distingue suavemente, pero es tan incesante que produce una sensación de angustia. La acción persistente del paseante nos sumerge en una situación inquietante. A medida que tomamos conciencia de que en las imágenes no podemos identificar a ninguna persona concreta, nuestra inseguridad aumenta. Tanto es así, que la imposibilidad de discernir cualquier marca de individualidad nos aviva un fuerte desasosiego. En efecto, la contemplación del paseo por el bosque no resulta plácida porque, por una parte, nos dispone enfrente de algo que connota una pérdida y, por otra, porque alude a un desplazamiento emprendido sin las guarniciones adecuadas; no se vislumbra por ninguna parte indicio alguno que nos permita pensar que el caminante encontrará un claro entre la espesura del bosque que haga más soportable su situación. Al contrario, el comportamiento de este nómada a la fuerza –que actúa como si fuese un yo mediador y que, por lo tanto, hace extensible a los otros (nosotros) sus carencias–, que nos remite a un escenario de desamparo y marginalidad, constituye un síntoma revelador de la crisis ideológica y cultural que sufren actualmente las narrativas modernas con voluntad emancipadora. Habitar sense deixar rastre (Habitar sin dejar rastro) –trabajo videográfico de Domènec al cual pertenecen estas breves impresiones– anuncia, atestado de un lirismo equívoco, la construcción de una poderosa parábola de nuestra contemporanei-dad, más que nunca determinada por las contingencias de la globalización o, para ser más exactos, de la mundialización capitalista1.

 

Cementerio Friedrichsfelde de Berlín: una historia del siglo XX.

A inicios del mes de febrero de 1919, en las páginas del diario español El Socialista2 aparecía publicado el programa político del Grupo Espartacus. Se trataba de un homenaje póstumo –casi a tiempo real– a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, principales dirigentes de la revolución proletaria alemana del invierno de 1918-1919 que había tenido un gran eco internacional. Ambos, junto a otros centenares de partidarios de la revolución, habían sido víctimas de la brutalidad homicida de las fuerzas parapoliciales al servicio del Ministerio del Interior encabezado por Noske, miembro de la franja más derechista de la socialdemocracia. En 1999, en una Alemania regida en su totalidad por el hechizo de la democratic market plays, seis mil personas se concentraron en el cementerio Friedrichsfelde de Berlín alrededor de un monolito con una inscripción muy significativa: “Los muertos nos alertan”. Con aquella ce-remonia, que consistía en homenajear a Rosa Luxemburg ochenta años después de su muerte, se establecía una reactualización del mito y se le conectaba con el espíritu contestatario de los movimientos sociales más alternativos de la sociedad alemana reunificada. De esta manera, la memoria no sólo retornaba, sino que chocaba con la infelicidad del presente, con el instante del peligro que evocaba Walter Benjamin3. Durante este largo período, el paso del tiempo y las convulsiones políticas habían borrado momentos cruciales del pasado. En definitiva, se había manifestado la continuidad discontinua de la Historia de los vencidos.

Efectivamente, en 1926, en este mismo emplaza-miento –que se transformó a posteriori, en 1946, en un lugar de la memoria del “socialismo realmente existente” de la extinta República Democrática Alemana– Mies van der Rohe había erigido, por encargo del KPD (Partido Comunista Alemán), un monumento funerario con el propósito de honorar a los citados líderes obreros. De la obra austera y conmovedora del reconocido arquitecto no queda rastro alguno en el Friedrichsfelde. Como es sabido, en 1933, al convertirse Adolf Hitler en el nuevo canciller, la construcción singular del arquitecto racionalista fue derruida. Sin duda, uno de los motivos incuestionables de aquella destrucción fue la animadversión política. Sin embargo, este énfasis en barrer los vestigios del pasado reciente podría, en parte, explicarse también por el desafío formal que suponía el bloque de ladrillos refractarios de Mies van der Rohe a la estética arquitectónica neohistoricista del nazismo. Por otro lado, las formas asimétricas, que recordaban la escultura construc-tivista, tampoco no debían interesar demasiado a la nueva burocracia socialista que consiguió el control del estado en la zona oriental de Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. La reconstrucción del monumento a Luxemburg y Liebknecht se descartó y se diseñó un espacio del recuerdo en el que se pudieran celebrar concentracio-nes de masas orquestadas desde arriba, con el objetivo propagandís-tico de exaltar retóricamente el carácter colectivo de la lucha obrera. No era un buen momento, en plena sovietización del comunismo alemán, para evocar viejas e ilustres individualidades. Sobre todo en este caso, en que los antiguos homenajeados no encajaban en la ortodoxia estalinista. De este modo, la piedra memorial y un con-junto de lápidas y urnas con los mártires de la revolución y la lucha contra el fascismo se convertían en el símbolo de la unificación –forzada y traumática– del SPD (Partido Socialdemócrata) y el KPD (Partido Comunista) en el nuevo partido institucionalizado, el SED4.

 

Presentación 2.

Un camión, que traslada una casa móvil prefabricada, avanza por la carretera. No conocemos su destino ni disponemos de ninguna señal para averiguarlo. El montaje videográfico en loop nos sugiere una provisionalidad sin fin. La zozobra inducida por el hombre en medio de la vegetación la reencontramos en Sans domicile fixe, otro de los trabajos elaborados por Domènec. La estridencia monótona del sonido del motor del vehículo intensifica nuestro malestar hasta el punto de tener que desviar nuestra mirada de la imagen en movimiento. Al no haber ningún enclave que nos remita a un origen ni, lo que es peor, tampoco un lugar de llegada, da la impresión que el tiempo histórico ha desaparecido. Domènec insinúa, con una estudiada sencillez de medios, uno de los rasgos culturales fundamentales de nuestra época. No obstante, el gesto metafórico del artista contiene dos implicaciones. En una primera instancia, nos puede parecer que se limita a dar fe del tedioso y gastado (anti)pensamiento del fin de las ideologías, de la Historia o de los grandes relatos que suele conllevar la celebración de un “presente continuo” asociada a una inevitable desterritorialización del sujeto. En este sentido, aunque, por una parte, si que se refleja la verificación de la hegemonía del pensamiento post, resulta obligado afirmar que en esta constatación visual Domènec no desciende a las cotas del escepticismo paralizante. Contrariamente, y ésta sería la segunda implicación, Sans domicile fixe manifiesta una aflicción, un gran desconcierto porque resulta evidente que el “presente continuo” no es nada más que una mistificación que enmascara que el “presente vivo”5 no es de ninguna de las maneras tan autosuficiente como se pretende. Al fin y al cabo, la Historia no se ha terminado6 y, en cambio, sí que estamos asistiendo a un “avance” que es innegable en la cotidianidad: la consolidación incuestionable y mundial del neoliberalismo globalizado.

 

Existenzminimum: readaptación crítica y signos de resistencia.

En una parte ya considerable de su trayectoria como artista, Domènec ha centrado su atención sobre los grandes paradigmas arquitectónicos de la Modernidad. Obras como 24 hores de llum artificial (1998-1999), Un lloc (2000), Ici même (dins de casa), Domèstic (2001), en las que encontramos una reelaboración muy cuidada de un universo crítico-poético en torno de construcciones altamente simbólicas de los arquitectos Alvar Aalto y Le Corbusier, hacían patente la capacidad del artista para identificar la arquitec-tura como un “inconsciente político” de la Modernidad. Es decir, como ya detectó Walter Benjamín7, los proyectos de los arquitectos-artistas constituirían la mejor encarnación de todos aquellos sueños de una Modernidad impotente para cumplir sus promesas de progreso y bienestar para todos. En este mismo sentido, Domènec, con su recreación de una habitación del sanatorio de Paimio de Alvar Aalto o con la réplica a escala de la Unité d’Habitation de Le Corbusier, ponía sobre la mesa el contraste entre los propósitos de las utopías arquitectónicas para habitar en condiciones óptimas el mundo y la realidad de una Modernidad prisionera del fetichismo de la mercancía que impulsa el “capitalismo real” o, en otra de sus versiones –puesto que la Modernidad no es unívoca como tampoco lo es la Posmodernidad–, pérdida para siempre después de haber emprendido la edificación de un falso “paraíso” socialista.

En Existenzminimum (existencia mínima), aparentemente, el artista ha trabajado en una dirección similar. Efectivamente, las dos producciones videográficas, presentadas en este mismo texto y que forman parte también de la exposición, ofrecen, como las obras que toman como máxima referencia Alvar Aalto y Le Corbusier, un diagnóstico fidedigno sobre las conse-cuencias que se derivan de la crisis de valores de la Modernidad. Ciertamente, tanto en las antiguas producciones como en Existenzminimum se observa un uso muy esmerado de las posibilidades surgidas a raíz de la expansión y explosión del campo escultórico8 y de todo lo que este fenómeno ha implicado en las dos últimas décadas respecto a la revaloración de la cotidianidad, la vigencia de las micronarraciones y la relevancia del factor propiamente procesal en la obra de arte. No obstante, pese a la existencia de muchas coincidencias en el proceso creativo, en el proyecto Existenzminimum, el artista opera con una voluntad más intervencionista sobre el mundo real. Para entender esta afirmación es obligatorio que volvamos al cementerio Friedrichsfelde, porque es allí donde Domènec inicia su actuación, cuando recupera los rastros y las ruinas fragmentarias del “inconsciente político” del monumento desaparecido de Mies van der Rohe. Sin embargo, no asistimos a una reconstrucción “arqueológica” y artificiosa del mausoleo original. Justo al contrario, la tarea realizada por el artista nos proporciona una nueva edificación que se traduce en el prototipo de casa móvil inspirada en la obra conmemorativa del arquitecto. Esta casa peculiar posee unas características simbólicas extraordinarias en el sentido que en su fragilidad se fusionan la revisión del concepto de “existencia mínima” –debatido en el congreso de arquitectura CIAM de Frankfurt en 1929, con el fin de establecer unas pautas universales para posibilitar una vivienda digna para todo el mundo– y la trascendencia del retorno de lo trágico atravesado por la violencia. En consecuencia, Domènec crea un artilugio que, a partir de la readaptación crítica, se convierte en un dispositivo cargado de significación política. Evidentemente, esta aseveración no significa que el nuevo artefacto tenga implícitas unas directrices programáticas o panfletarias. Contrariamente, nos topamos con una obra de extrema sensibilidad y profundidad de pensamiento histórico que condensa una concepción trágico-poética-política de la experiencia de lo real. Por lo tanto, la comicidad con pretensiones despolitizadoras –que esconde también una operación política– tan característica de algunas tentativas supuestamente críticas que abordan de manera frívola el hundimiento de las utopías modernas no constituye la elección de Domènec. Con todo, esto no supone que renuncie a planteamientos lúdicos para incidir simbólicamente en un lugar concreto y producir una interferencia a tiempo real. En este sentido, la acción llevada a cabo en Girona, que consistió en la colocación de la casa nómada “Mies van der Rohe-Domènec” en medio del Parque de la Devesa con el objetivo de que un grupo de personas desarrollasen los quehaceres de la vida cotidiana en plena intemperie, es un ejemplo de esta apuesta por un espíritu juguetón, de reminiscencias situacionistas. Y es que las incertidumbres del juego pueden constituir también un desafío subversivo al sistema normativo que rige nuestras vidas. No obstante, como hemos insistido anteriormente, Existenzminimum desprende un contingente de potencialidades alegóricas mucho más amplio, que se ponen en evidencia en el espacio expositivo, a partir de la simbiosis que se crea entre la presencia poderosa de la microarquitectura y la exhibición (post)performática en un monitor de televisión de la acción desarrollada en el Parque de la Devesa9.

Hemos comentado que en Existenzminimum se divisaba un grado más elevado de interferencia en el mundo real. Sin duda, no se trata de una casualidad, si se tiene en cuenta que la fuente inspiradora del proyecto destacaba por una fuerte connotación política. Una obra extraña en la trayectoria de Mies van der Rohe, que era un hombre poco proclive a mostrar públicamente una militancia explícita. Pese a todo esto, el monumento de los bloques dispuestos a distintas alturas y profundidades, y configurados por miles de ladrillos industriales, que simbolizaban la unidad de una masa de gente10, constituye un ejemplo admirable de potencialidad poética aplicada a la política. En una época como la actual, en la que son hegemónicos los principios de una falsa totalidad neoliberal que, como señalaba Pierre Bourdieu11, podría calificarse de restauración “progresista” –si atendemos a que se muestra aquello que se consideraba una regresión como una forma de progreso– , resultan extremadamente sugerentes los signos de resistencia que se descubren en Existenzminimum. Este descubrimiento es posible gracias a una línea de trabajo plenamente consciente del hecho de que la Modernidad en el curso del siglo XX no se constituyó como un bloque sin fisuras. La misma pequeña historia del Friedrichsfelde nos ilustra sobre su carácter poliédrico y, además, nos advierte que en su seno alojó vigorosos contrarrelatos que admiten reactualizaciones críticas –en efecto, a estas alturas, por ejemplo la reanimación de algunas propuestas que cuestionan el orden neoliberal global evidencia la efectividad de actuaciones de este tipo. De esta manera, teniendo en cuenta estos elementos, resulta pertinente afirmar que Domènec ha llevado a cabo, a partir de la (des)monumentalización de la obra de Mies van der Rohe, un ajuste simbólico y a pequeña escala de unos restos utópicos con el propósito de reintroducirlos en un paisaje social en el que la gran mayoría se encuentra en la intemperie. Además, no podemos obviar que todo este proceso creativo está impregnado por un sentido crítico muy agudo y una enérgica intensidad poética.

En esta intemperie, que comporta una orfandad filosófica para interpretar el mundo desde la subalternidad, la casa nómada de Domènec se convierte en una máquina de guerra deleuziana12, que pretende ocupar y llenar este espacio-tiempo marcado por continuos desplazamientos13 del capitalismo posfordista a terrenos de difícil categorización e identificación; es decir, lugares que permiten al sistema dominante esquivar las desaprobaciones y, a la vez, de forma paradójica, subvertir el orden existente mediante su reproducción. Aunque el artista –como la mayoría de la crítica actual– comparte, con las directrices hegemónicas del capitalismo, detalles de la representación del mundo surgido de los desplazamientos, de esta opción no se desprende una aceptación acrítica de la iconografía de la discontinuidad, del fragmento o de la desterritorialización, ni tampoco una visión “glamourosa”14 del homeless como único sujeto en posición de conseguir el cambio social. Al fin y al cabo, una cosa es la imagen que crea el capitalismo de si mismo y la otra es la unidad que impera en los estratos superiores del sistema. Pese a todo esto, esta apariencia tiene unos efectos reales sobre la vida cotidiana. Concretamente, es en los intersticios de esta normalidad ordinaria –mediatizada por la mitificada deslocalización– donde el artista emplaza metafóricamente su construcción. Esta maniobra resulta aleccionadora. La casa nómada, como si fuese un precario carro de combate15, suministra herramientas para la adaptación en un medio hostil: la movilidad, la velocidad relativa y el abrigo que ofrece su blindaje a campo abierto. Sin embargo, paralelamente, la simbología de sus formas “bunquerizadas”, es también una señal de alarma. Como se ha remarcado, los desplazamientos no son unívocamente ideales y, por lo tanto, también pueden contener elementos de peligro al convertirse en un falso movimiento hacia ninguna parte, en un estancamiento, como si se tratase de una cárcel.

Gilles Deleuze y Félix Guattari16 señalaron que la obra de arte puede devenir también –como lo son los movimientos sociales antisistémicos– una máquina de guerra potencial en el sentido que puede trazar una línea de fuga creadora. Domènec, en Existenzminimum, ha sabido encontrar este camino al apuntar la invención de nuevos espacios-tiempo –la autoconstrucción, la arquitectura parasitaria y la creación de pequeñas comunidades espontáneas…– que constituyan acontecimientos que desafíen los desplazamientos mercantilistas del “capitalismo real” y que, al mismo tiempo, sean un terreno donde se visualicen las marcas de huellas de futuro. En definitiva, una contribución a la pugna diaria para edificar un horizonte de esperanza. Habitar sense deixar rastre, Sans domicile fixe y Existenzminimum son trabajos que recogen el fruto de tensionar los límites de la Modernidad en una operación precisa de reciclaje intelectual y “bricolaje protoarqui-tectónico”. En esta acción, Domènec ha llegado a una honda reflexión sobre la estética que puede corresponder a la resistencia17 y, a la vez, ha plasmado, con brillantez, como la resistencia puede ser traducida de manera adecuada en el plano estético.

 

1 Samir Amin, Los desafíos de la mundialización, México, Siglo XXI, 1997.

2 Luis Gómez Lorente, Rosa Luxemburgo y la socialdemocracia alemana, Madrid, Edicusa/Cuadernos para el Diálogo, 1975.

3 Walter Benjamín, “Tesis de filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1990, p. 180.

4 Peter Reichel, L’Allemagne et sa mémoire, Paris, Éditions d’Odile Jacob, 1998, p. 101.

5 Fredric Jameson, “La carta robada de Marx” en Michael Sprinker (ed), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx, de Jacques Derrida, Madrid, Ediciones Akal, 2002, p. 48.

6 Eduardo Grüner, El fin de las pequeñas historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 55. El autor se basa en Perry Anderson para formular sus observaciones.

7 Eduardo Grüner, op. cit., p. 158.

8 Sobre este asunto es fundamental el artículo publicado en 1979 por Rosalind Krauss. La versión española se encuentra en Rosalind Krauss, “La escultura en el campo expandido”, Hal Foster (Ed.), La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, pp. 59-74.

9 En referencia a la (post)performance resulta ilustrador el texto de Fernando Castro Flórez, “coses que passen” del catálogo de exposición (Post)performança i altres esdeveniments paradoxals, Girona, Fundació Espais, 2002.

10 Josep Quetglas, El horror cristalizado. Imágenes del pabellón de Alemania de mies van der Rohe, Barcelona, Actar, 2001, pp. 104-111

11 Günter Grass-Pierre Bourdieu, “La restauración progresista ”, en New Left Review, número 14, 2002, pp. 59-74.

12 Gilles Deleuze, Conversaciones, Valencia, Pre-textos, 1995, pp. 263-276.

13 Luc Boltanski, Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, 2002, pp. 599-655.

14 Tom Lewis, “La política de la fantología” en Espectros de Marx de Derrida”, en Michael Sprinker (Ed.), Op. cit., pp. 157-197.

15 Heiner Müller, “Le char-personnage et la guerre de nouvement” en Heiner Müller, Alexander Kluge, Esprit, pouvoir et castration. Entretien inèdits (1990-1994), Paris, Éditions Theatrales, 1997, pp. 45-49.

16 Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1988, pp. 359-431.

17 Jan Knopf, “Esthétique et destruction. La fin des histoires et de l’histoire dans L’Esthètique de la resistance” a M. Hofman et M-C. Méry (dir.), Littérature, esthétique, histoire, dans l’oeuvre de Peter Weiss, Presses Universitaries de Nancy, 1993, pp. 125-135.

Domènec 24 hores de llum artificial. Pilar Bonet

(Español)

Aquesta vida és un hospital on cada malalt es desficia per poder canviar de llit. Aquest voldria sofrir cara a l’estufa, i aquell creu que guariria al costat de la finestra. Sempre em sembla que m’haig de trobar bé allà on no sóc, i aquesta qüestió dels canvis de lloc és una de les que discuteixo contínuament amb la meva ànima…El petit poema en prosa de Baudelaire, titulatAny Where out of the World (A qualsevol lloc fora del món) en honor al seu mestre Edgar Allan Poe, sempre m’ha semblat molt a prop de les peces i instal·lacions hospitalàries que Domènec (Mataró, 1962) ha realitzat en els últims anys. Si les seves darreres obres exploraven els espais absents i les formes mòrbides al temps seductores i abjectes, ara el treball que presenta a l’espai de la Sala Montcada de la Fundació “la Caixa” sublima l’estàtica presència del viatge existencial, la fugida vers els països que són analogies de la Mort. Com reclama el poeta a la seva ànima en el text de la capçalera: anem més lluny encara; encara més lluny de la vida, si això és possible: instal·lem-nos al pol. Allà el sol només frega molt obliquament la terra, i les lentes alteracions de la llum i de la nit suprimeixen la varietat i augmenten la monotonia, aquella meitat del no-res…

Una meitat del no-res que l’artista corporitza en la construcció a escala natural d’una cambra del sanatori finès de Paimio, obra de l’arquitecte Alvar Aalto (1933). Un espai on reposa i guareix aquella “ànima morta” de Baudelaire, Kafka, Mann, Beckett, Artaud, Plath o de Bernhard, dels qui prenen llargs banys de tenebres, mentre, per distreure’s en l’etern viatge cap el silenci del nord, admiren les garbes roges de les aurores boreals, els reflexos dels focs artificials de l’Infern!

Una cambra amarada de gèlida llum artificial, lluny del món, un espai per a poder llegir els llibres més bells que Proust sabia escrits en llengua estrangera i on viure l’art com una iniciativa de salut a la manera de Deleuze. Un espai fora del temps que el comissari de l’exposició, Martí Peran, mira A distància –títol del cicle- i que no vol dir altra cosa que mirar el fora des del distanciament, des del dins més entranyat de la blancor neutra de les idees i les paraules: Si amb el pensament volíem atrapar el món, en realitat el llencem lluny del nostre abast. Si amb l’anhel de construir una casa volíem ser en el món, en realitat ens n’amaguem.

Als primers anys trenta l’arquitecte Aalto construí un sanatori anti tuberculós, Domènec ara caracteritza aquella primera intenció racionalista i fragilitza fins a l’extrem la distància entre l’habitabilitat –el confort racional de la modernitat- i la malaltia de l’ésser contemporani –l’exili. L’espectador ha d’entrar dins la cambra, integrar-se a la blancor de la llum artificial, tocar amb els ulls el mobiliari de la sala en la seva metamòrfica i asèptica quietud –peces orgàniques, pròpies de l’autor, que dins la cambra assumeixen l’esperit dels armaris, llits i sanitaris hospitalaris. El factor humà és l’essència de la arquitectura i aquesta esdevé així refugi, el lloc on prendre contacte amb les coses, i entre

aquestes el propi cos, “l’ànima malalta”, el jo i l’altre, en definitiva aquella meitat del no-res. Domènec en les seves obres rebaixa la temperatura natural del món real i l’extraordinària cambra d’aquesta instal·lació –24 hores de llum artificial-, com apunta Martí Peran, “potser ni tan sols ens aixopluga, només és la forma d’un forat que dóna accés a la caiguda”.

Aquesta cambra, disposada dins l’altra cambra expositiva, ella mateixa dins la cambra d’una ciutat, potser talment l’escenari on reviure el darrer moment del diàleg entre el malalt baudelerià i la seva ànima; quan aquesta exhausta de preguntes i silencis, de propostes de viatges i territoris més benignes on guarir-se i deixar de complaure’s en el seu mal, exclama desesperada i cridant: Anem…¡A qualsevol lloc! ¡A qualsevol lloc! ¡La qüestió és que sigui fora del món!

Pilar Bonet

Sala Montcada de la Fundació “la Caixa”
Barcelona (novembre 1998-gener 1999)

Últimas noticias de ninguna parte. Martí Peran

Ninguna parte es, en la retórica propia de la modernidad, el espacio de la utopía. Siempre instalado más allá del horizonte, en un futuro perpetuo, ninguna parte nunca puede cumplirse; en realidad, no es ningún destino sino un sueño para tensar el presente, de tal forma que hoy tampoco no es hoy sino un episodio que lleva a ninguna parte. Se ha afirmado con mucha vehemencia que la contemporaneidad, de alguna forma, representa el momento de ingreso del sujeto moderno a la edad adulta, donde ya no se someterá con obediencia a los futuribles ilusionados que lo han embelesado hasta ahora. En esta perspectiva, el relato referido a ninguna parte ha sido uno de los primeros en perder credibilidad. Es aquí y ahora donde hay que fundar el sentido de la experiencia; pero, está claro, el presente mismo, por la mencionada herencia moderna, tampoco tiene mucha contingencia. No es un lugar sólido, capaz de basar un proyecto, sino cualquier sitio -aquí mismo-. Estas son las últimas noticias que llegan de ninguna parte, las que lo sitúan, con indiferencia, Ici même.

Ici même (Dentro de casa), uno de los últimos proyectos realizados por Domènec, compendia toda la colección de problemas que se ciernen detrás de sus trabajos de los últimos años. En esta dirección, recuperamos su insistente visita crítica a los paradigmas modernos -sobre todo en clave arquitectónica- para hacer explícita su debilidad; pero, al lado de esto, en este proyecto nos parece posible entrever un valor añadido muy importante: la posibilidad de formular las mismas objeciones y reproches dirigidos a la modernidad sobre el perfil de la experiencia post. El resultado es de una estridencia abrumadora: la contemporaneidad ya no es tanto la libertad conquistada sobre la denuncia de los mitos modernos, como la simple aceptación de las mismas carencias pero ahora sin camuflaje alguno. La experiencia contemporánea es así la cruel paradoja que hace de la libertad una condición opresiva.

Para abordar todas estas cuestiones proponemos avanzar con orden. En primer lugar intentaremos destacar lo que es el auténtico hilo conductor de los últimos proyectos de Domènc: la revisión de los modelos modernos con una actitud de fascinación y de deconstrucción simultáneas; después estaremos en condiciones más óptimas para comprobar hasta qué punto, en el trabajo Ici même (Dentro de casa), a pesar de la significativa citación a Le Corbusier, la auténtica reflexión gira sobre las alternativas postmodernas, lo que, como ha quedado apuntado, lejos de modificar el diagnóstico sobre el relato moderno, permite acentuar aún más el mismo tipo de carencias.

1.

Tal como se ha reconocido suficientemente y desde coordenadas bien distintas, la cultura contemporánea se ha visto prácticamente obligada a sustituir el principio de la creación o la producción genuina por la lectura y la interpretación. Toda habla conserva el rumor de un texto previo que la convierte en simple lectura; y esto, lejos de contribuir a reforzar la presencia del texto original como núcleo duro del lenguaje, lo que ha despertado es la consciencia de la naturaleza retórica de todo lenguaje. Esto -y no queremos insistir en su descripción dado que ya ha sido muy ampliamente tematizado- ha provocado peligrosas reacciones, en especial – junto a la desculturalización por neoteleologías- las que se desarrollan en clave pluralista. Lo que queremos decir es que no resulta nada extraño topar con postulados según los cuales, atendiendo a la condición de simple comentario de todo discurso, ningún acto es, pues, un discurso lo bastante sólido y lo bastante interesante como para tenerlo en consideración. Todo es lícito en nombre de una maliciosa tolerancia que, en realidad, esconde el mensaje apocalíptico según el cual nada es lo bastante importante.

Naturalmente, la única reacción posible a este relativismo y pluralismo eclecticista propio del peor postmodernismo no puede consistir en rescatar el mito de unas categorías universales; pero sí que, aceptando la naturaleza blanda del pensamiento, tiene que intentar distinguir qué textos son más interesantes que otros para, representándolos, escribir el dietario del presente. En esta difícil tesitura, la cultura contemporánea se ha pronunciado de una forma inequívoca y muy lejos del mencionado pluralismo inocuo. Han sido decisiones perfectamente conscientes; por ejemplo, releer la filosofía de la escuela de la sospecha como alternativa a las invitaciones a permanecer en la estela de la metafísica; o dislocar la tradición de la arquitectura de registro nacionalista con todo el potencial de la arquitectura premoderna; o amortiguar el optimismo de las vanguardias visuales con la deconstrucción de sus ilusiones o, entre otras muchas operaciones, rescatar como prototípicamente moderna la literatura pura que crece a la sombra de Flaubert o Mallarmé hasta Robert Walser. Precisamente por la dirección de todas estas decisiones, los analistas miopes de la academia han «descubierto» que la auténtica genealogía de la postmodernidad yace en el corazón de la cultura moderna. Ya lo habíamos planteado más arriba: quizá no tanto una nueva y estridente -casi frívola- postmodernidad, como un parco presente a lo moderno-post.

Los trabajos de Domènec de estos últimos años tienen que interpretarse sobre todo en esta perspectiva. Es cierto que su trabajo -y aún más si a los últimos proyectos añadimos toda la producción anterior de carácter más objetual- también se puede leer con comodidad dentro del ejercicio de traumatización de la tradición minimalista, pero esta clave de lectura, si se desarrolla, lleva a unas conclusiones que la acercan a aquellas primeras coordenadas de interpretación. El minimalismo, en efecto, ha sido revisado por el arte contemporáneo con la intención de hacer evidente que toda aquella pureza e ideal de neutralidad era una ilusión que podía resquebrajarse con una facilidad absoluta si se procedía a situar aquellos hipotéticos objetos puros en un contexto de orden social, histórico o narrativo. Y lo más importante y curioso de todo este proceso es que el arte contemporáneo ha rescatado como ingredientes fundamentales de su especulación todos estos parámetros (la investigación sobre la realidad, la historia y la ficción), precisamente, a causa de pensar y repensar el objeto minimalista. Para decirlo de una forma más directa: cuando la tradición minimalista realiza un objeto neutro, entonces se habilitan toda una serie de estrategias para reconsiderar las condiciones de realidad de ese objeto y en el despliegue de estas estrategias se dibuja el mapa básico del arte contemporáneo.

Las referencias más o menos intermitentes que la cultura contemporánea hace a la arquitectura del movimiento moderno, naturalmente, deben leerse desde esa situación post que evalúa críticamente las teorías emancipadoras, dado que la arquitectura, por su obvia condición, representa el modelo más elaborado de aquellas aspiraciones; pero también es verdad que, en el ámbito del arte contemporáneo, la citación de la arquitectura moderna hay que interpretarla con un valor añadido: representa también una estrategia para someter a las condiciones de realidad las aspiraciones minimalistas. Es por esta vía por la que se encabalgan con mucha facilidad dos líneas de búsqueda que, a pesar de las diferencias evidentes, tienen en realidad un poderoso parentesco. En cualquier caso -desde una vía, desde otra, o desde la suma de ambas como podría representar el trabajo de Domènec -esta apelación a la arquitectura del movimiento moderno actúa como una demostración fehaciente con respecto a la jerarquía de determinados relatos para nutrir los comentarios que constituyen el presente.

En el caso de Domènec, esta lectura de la tradición arquitectónica moderna es bien visible; de forma nítida se hace presente Alvar Aalto en 24 horas de luz artificial y Le Corbusier en Un lugar y en Ici même (Dentro de casa). La dirección de esta revisión se hace también explícita de forma directa: al convertir los cálidos y confortables interiores del hospital de Paimio en un espacio artificioso e irrespirable; o al reducir todo un paradigma como l’unité d’habitation en el mueble de un cuarto impersonal o en el motivo de una imagen publicitaria, toda la utopía moderna se subvierte en una pesadilla. Todos estos trabajos son, por encima de cualquier otra consideración, la construcción de unos espacios concretos; pero es evidente que los fundamentos de estas realizaciones radican en esta ironía lacerante -de carácter beckettiano que hemos planteado en otras ocasiones- con la que se utiliza el referente de la arquitectura moderna.

En el caso del último trabajo, Ici même (Dentro de casa), la creación de un clima pretendidamente equívoco en torno a la obra de Le Corbusier es muy acentuada. En primer lugar en la rotundidad que representa convertir sin rodeos las aspiraciones más optimistas y humanistas de la modernidad -y l’unité d’habitation lo es- en un vulgar mensaje publicitario; pero la crudeza se acentúa aún más si añadimos a esta miserable nueva condición del supuesto canon, su conversión en resto arqueológico, ruina remota engullida por la naturaleza.

Las aspiraciones modernas de habilitar un lugar verdaderamente habitable, encarnadas en los proyectos de Aalto o de Le Corbusier, se echan a perder en su deconstrucción contemporánea poniendo en evidencia que sólo vehiculan una promesa de futuro inútil para la experiencia aquí y ahora.

 

2.

De una manera general y ciertamente panorámica, esta misma recriminación al movimiento moderno derivado de una concepción excesivamente anticipadora de la arquitectura -por la que se suponía que unas pautas formales previas deberían garantizar la felicidad de la experiencia a desarrollar en el interior de estas formas- es lo que ha conducido las investigaciones de la arquitectura contemporánea hacia el territorio del acontecimiento, de la mayor versatilidad de formas y funciones e, incluso, a la recuperación más o menos explícita de nociones y tipologías claramente premodernas -la idea de pintoresco o los pabellones- más proclives a la concepción de la arquitectura como un espacio disponible, de naturaleza flexible, capaz de actuar como contenedor de situaciones, experiencias y usos múltiples. Ici même (dentro de casa), tal como hemos intentado describir, es un proyecto que, en la misma línea de los demás trabajos elaborados a partir de Alvar Aalto o el mismo Le Corbusier, ejemplifica claramente esa lectura crítica de las categorías modernas; pero más allá de esto, amplifica su revisión hasta las propias alternativas contemporáneas. En primer lugar, y puesto que se trata de la marquesina de una estación de espera a escala real, el proyecto se ofrece como un espacio de uso ocasional, absolutamente efímero y de tiempo perdido; por otra parte, su hipotética función lleva a la movilidad y al desplazamiento; desde otro registro, incluso podríamos interpretar este peculiar recinto como una especie de pabellón en la misma perspectiva con la que los invocábamos antes. El cambio de escenario en relación a proyectos anteriores es, pues, evidente: ya no estamos leyendo un relato organizado por el principio típicamente moderno de una vida que se centra, se ilumina y se sedimenta sino que, todo lo contrario, ahora todo aquel universo de valores se ha substituido por unos parámetros más acordes con la corrección post de aquel mito moderno. El espacio construido es ahora un espacio de uso en el sentido más pragmático, sin ninguna naturaleza ontológica pretensiosa y, en su lugar, con un perfil de carácter mucho más enfáticamente experimental. A la luz de esto parece que nos encontramos ante un proyecto que ha ideado las condiciones óptimas para reforzar sus objeciones al relato moderno; pero, en realidad, lo más interesante es que este carácter ontológicamente débil de la nueva arquitectura post no se utiliza para facilitar la oposición con Le Corbusier sino para someterla a la misma lectura crítica.

Llegados a este punto hay que ser muy cautos en la forma de plantear la cuestión. No estamos reduciendo el problema a la simple afirmación según la cual la única diferencia entre los sueños modernos y el horizonte contemporáneo consiste en que el primero quiere construir una casa y fracasa en el intento, mientras que hoy, lejos de aclarar el procedimiento por el que podríamos realizar satisfactoriamente el mismo sueño, lo que hacemos es aceptar aquella concepción de intemperie. Todo eso se cierne efectivamente detrás de toda la serie de proyectos de Domènec que llevan hacia Ici même (Dentro de casa). En este último proyecto persiste el acento en la imposibilidad de fundar un espacio vivencial en un sentido completo; la idea de casa -explicitada como en otras ocasiones, en el mismo título- vuelve a exhibir su flaqueza al convertirse en un cobijo chapucero -una guarida- que, por otra parte, nunca podría colmar las expectativas de ser un lugar personal sino, más bien, impone su condición de ser un lugar en el que están condenados a encontrarse sujetos extraños el uno para con el otro. Todo esto, decíamos, está efectivamente presente en este proyecto, pero lo más importante, por decirlo de una forma inmediata, es que se hace presente a partir de un espacio post -ya no utópico sino débil -que también se somete a su peculiar deconstrucción y que, en esta operación, en lugar de festejarse como un espacio dúctil y experimental, lo que se reconoce es la facilidad con la que la experiencia contemporánea se pervierte en una experiencia absolutamente banal.

Ya está desplegado el mosaico de todos los elementos que entran en juego. Así pues, la secuencia que estamos intentando organizar sería la siguiente: primero había que introducir una corrección en los ideales formales que pautan y predeterminan la experiencia, dado que, lejos de sus pretensiones, nunca consiguieron construir el espacio de la felicidad. Esto es lo que ilustran 24 horas de luz artificial, Un lugar o la fotografía de la marquesina del último trabajo. Un segundo momento consiste en habilitar otros modelos más proclives al valor imprevisible del uso del espacio y de la construcción del sentido desde la experiencia real; unas coordenadas que tampoco permiten levantar un hogar convencional, pero que al menos responden a la propia naturaleza difusa de las cosas. Esto es lo que conduce a desarrollar Ici même (Dentro de casa): partir de una construcción post, como el pabellón que representa la marquesina. El último episodio se abre cuando este tipo de alternativa espacial que atesora el valor de la posibilidad del uso y de la experiencia real, al deconstruirse, evidencia que, hoy por hoy, la única experiencia real es de una banalidad absoluta. En Ici même (Dentro de casa) esta última idea -la que falta por ilustrar, la banalidad- nos parece que se expresa claramente al reducir la experiencia capaz de contener la marquesina a una única posibilidad: ser una experiencia publicitaria y de tiempo muerto.

La marquesina, dada su tipología y su hipotética función, se ofrece como un espacio público, está decorada oportunamente por una caja de luz adecuada para una imagen publicitaria. La imagen en cuestión es la que hace aparecer l’unité d’habitation como una promoción inmobiliaria enigmática que, en caso de leerla atentamente, nos invocaría todo lo que hemos planteado en la primera parte de este mismo texto; pero fuera de este fondo que queda detrás de la imagen, es evidente que con ella sólo se puede mantener una relación de obediencia religiosa. Es una imagen tan a mediada tecnológicamente como se quiera, pero por su luz y su disposición -un altar-, es la típica imagen publicitaria absolutamente aurática ante la cual se nos inicia a desarrollar la auténtica, la verdadera actividad pública contemporánea: el shopping. Es este el reducto que le queda al mundo de la experiencia.

En una perspectiva muy cercana a la anterior, el único uso que de este espacio se puede hacer, además de aprovecharlo para instruirse en los consejos publicitarios, es un uso totalmente negativizado. Ya no se trata de substituir la acción constructiva y prometedora que glorifica la moral moderna por una acción más ocasional, efímera, pero con el valor de la viveza y la autenticidad. En esta marquesina el tiempo es, llanamente, el de la inacción; es el tiempo muerto de la espera del autobús inexistente, el tiempo perdido. La marquesina es una low area, un espacio de baja intensidad y no, como podríamos suponer desde una retórica fácilmente postmoderna, un espacio caliente por su franca disponibilidad. La atmósfera vuelve a ser, como en otros trabajos, la de un tiempo muerto; el mismo tiempo del ritmo monótono y absurdo que nos martillea, por la magnificación de un gesto cotidiano, en el video Con el frío dentro de casa.

 

Construir, esperar, pensar. Domènec, beinahe nichts. Xavier Antich

Se ha repetido tanto, y tantas veces fuera de contexto, el lema de Mies van der Rohe, less is more [menos es más], que ha acabado por servir, a menudo, no sólo para pensar lo específicamente moderno de la arquitectura del XX y para ofrecer la clave retórica del arte minimal, sino incluso para otorgar legitimidad estética a nuevas formas de restauración gastronómica o a influyentes tendencias en el vestir, por no hablar de la «desideologización» de ciertos proyectos políticos o de la debilitación del discurso filosófico. Pero no se ha recordado, con la misma insistencia, esa otra frase con la que Mies acostumbraba, quizá de manera más ácida, a pensar su propia aventura arquitectónica: beinache nichts [casi nada]. Esta negligencia de la citación selectiva no es inocua: pone de manifiesto la lectura que habitualmente se ha hecho, del movimiento moderno en arquitectura, en términos más bien esteticistas, como una decidida depuración formal del ornamento y como una abstracción, más o menos geométrica, de los materiales constructivos: en suma, una apuesta esencialista y descarnada amparada en un cierto ascetismo artístico. Pero desde la crítica nietzscheana a los ideales ascéticos, sabemos que cualquier ascetismo pasa por convertir la exterioridad en nada, desertizándola para replegarse en la interioridad: por ello, el arte es, seguramente, como también creía Nietzsche, la más radical de las formas de subversión de los ideales ascéticos o, formulado positivamente, el camino para recuperar la exterioridad.

Y, sin embargo, con esta caracterización esencialista y ascética del movimiento moderno, quizá se ha tenido en poco el componente constitutivamente peligroso de este Abgeschidenheit [desprendimiento] contemporáneo: su acercamiento a esos confines en los que incluso la obra podría desaparecer, rayando el silencio y el vacío y acercándose a la nada hasta el extremo del casi nada. Sin esta «puesta-en-riesgo», el despojo corre el peligro de ser un recurso meramente formal, una nueva forma de ornamentación. Adorno lo advirtió de forma lúcida cuando señaló que las obras de arte radicalmente modernas son las que se acercan peligrosamente al silencio: es decir, aquellas que corren el riesgo, en el proceso de aplicación de la lógica de la descomposición, de acercarse al lugar en el que la propia obra corre el peligro de dejar de serlo, el peligro de dejar de ser.

No es impertinente empezar con esta deriva para abrir una reflexión en torno a la obra de Domènec, marcada desde el principio por una recurrencia temática del diálogo con la arquitectura del movimiento moderno (especialmente con Alvar Aalto y Le Corbusier) y por un acercamiento a los límites peligrosos del silencio del que hablaba Adorno. En especial, pienso en dos de las obras de Domènec que, en cierta medida, concentran, a mi modo de ver, buena parte de sus preocupaciones artísticas: 24 horas de luz artificial y Ici même (dentro de casa), dos proyectos que, por otra parte, reúnen y prosiguen, como si de avances y retrogresiones se tratara, otros trabajos fruto de la misma preocupación.

24 horas de luz artificial, como es sabido, recrea, a escala real, una habitación del hospital de Paimio de Alvar Aalto, prácticamente reducida a pura estructura abstracta, en un espacio iluminado de forma ininterrumpida por una luz blanca que configura un espacio sin sombras y sin voces ni ruidos: lugar clínico en estado puro. Es cierto que esta obra es una relectura arquitectónica en clave artística y, en cierta medida, también, amparándose en la estrategia de la citación, un palimpsesto: en este sentido, vuelve a Aalto y, al mismo tiempo, lo borra. La paradoja no me parece gratuita: precisamente la obra de Aalto, seducida por el mundo de la naturaleza viva como una metáfora de la arquitectura, es el espacio escogido por Domènec para plantear un trabajo sobre el lugar que más cerca está de la idea de atopía de un, pongamos por caso, Peter Eisenman. El lugar clínico de Paimio, mundo dentro del mundo, lugar dentro del espacio, se convierte por la radical intervención de Domènec, en una intervención clínica sobre la clínica, un «no-lugar» que se afirma precisamente a través de lo que niega: aquí, de forma ejemplar, hay un impulso muy cercano, por la implosión de las contradicciones, a la Aufhenbung hegeliana, aunque, más que hablar de superación dialéctica del aquí y ahora en una síntesis superior de espacio y tiempo, habría que referirse en términos de deconstrucción del aquí y ahora por la pura muestra de un lugar sin espacio y fuera del tiempo. La diferencia no es banal: desde Foucault sabemos que la aparición de la cínica conlleva una subversión de la mirada y la nueva creación de un espacio.

Hoy sabemos que cualquier obra de arte también es, además de otras muchas cosas, un discurso sobre el arte: que toda obra es escritura enigmática (cuyo código se ha perdido y cuyo sentido está fundado sobre todo en esta pérdida) y, al mismo tiempo, lectura, es decir, crítica, interpretación. Domènec, lejos de ocultarlo, convierte la lectura en un acto explícito y, por obra de la distancia operada respecto al referente, podríamos incluso decir, propiamente, irónico. De una ironía como la que palpita en los silencios de Beckett, cuando las palabras callan o cuando, precisamente por ser palabras no pronunciadas, más dicen: como aquellos silencios que, en sus piezas teatrales, ocupan más tiempo -y más espacio- que las palabras dichas. Por otra parte, hay, como en toda lectura, una vocación de comentario (leer es interpretar, legen es auslegen), pero que no conduce a una sacralización substancialista de lo comentado (el libro, la obra), sino a su borradura: de hecho, cualquier lectura borra el libro leído, lo mismo que la habitación de 24 horas de luz artificial borra las habitaciones de Paimio. Cada lectura se inscribe en lo leído hasta borrarlo. Lo sabía Maurice Blanchot y nos lo recuerda, recientemente, Marc-Alain Ouaknin: judaísmo consubstancial en cualquier acto de lectura.. La primera actitud ante la tradición es la impugnación.

Foucault lo formuló, también con precisión, justamente en el prólogo de El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada clínica, un texto que no nos parece arbitrario recordar aquí: «En nuestros días, [la posibilidad de una crítica y su necesidad] están vinculadas -y el Nietzsche filólogo da testimonio de ello- al hecho de que hay un lenguaje y de que, en las incontables palabras pronunciadas por los hombres -sean razonables o insensatas, demostrativas o poéticas- ha tomado cuerpo un sentido que cae sobre nosotros, conduce nuestra ceguera, pero espera en la oscuridad nuestra toma de conciencia para salir a la luz y ponerse a hablar. Estamos consagrados históricamente a la historia, a la construcción paciente de discursos sobre discursos, al cometido de escuchar lo que ya se ha dicho. ¿Es fatal, por esta misma razón, que no conozcamos otro uso de la palabra que el del comentario? Este último, de hecho, interroga al discurso sobre lo que dice y lo que ha querido decir, intenta hacer surgir este doble fondo de la palabra, en el que ésta se encuentra en una identidad consigo misma, que se supone más cercana a su verdad; se trata, enunciando lo que se ha dicho, de volver a decir lo que nunca ha sido pronunciado». Así, comentar, ejerciendo esta forma de crítica que es toda lectura como relectura, es admitir un residuo, necesariamente no formulado, de aquel pensamiento que el lenguaje (también el lenguaje de la obra) ha dejado en la sombra; y, por ello, comentar supone que eso no dicho duerme en la palabra de la obra y que, interrogándolo, se le puede hacer hablar aunque no esté explícitamente significado.

En este sentido, eliminar las sombras es, en 24 horas de luz artificial, una estrategia plástica para forzar lo ya dicho (en Aalto, en el movimiento moderno, en la arquitectónica clínica del siglo) para que diga lo no pronunciado. También en este sentido hay, en la recurrencia que lleva a Domènec a volver, una y otra vez, a los espacios de Paimio, la conciencia de un inexpresado que no se deja «des-velar» de una vez y ya para siempre, sino de un fondo o residuo que sólo en la relectura interminable puede ser explorado en su enigma. La obra de Domènec es, pues, un lúcido ejercicio de crítica y, por ello, de escritura plástica de un sentido que sólo se deja recorrer en su despliegue como obra. Si la aparición de la clínica supone una subversión de la mirada es porque desplaza el límite entre lo visible y lo invisible (hasta entonces): cuando Domènec vuelve al sanatorio de Paimio -y lo hace como quien interviene clínicamente en la clínica- subvierte, de nuevo, esa distinción, redesplazándola hacia otros lugares y haciendo emerger otros espacios. El espacio de 24 horas de luz artificial. Si con la aparición de la clínica el mal, la contranaturaleza y la muerte salen a la luz, son llevadas a la luz en un nuevo espacio que permite el nacimiento de una nueva mirada («lo que era fundamentalmente invisible se ofrece de repente a la claridad de la mirada» -escribe Foucault), Domènec, con su intervención, que es una relectura que borra el texto y la obra en los que se inscribe su obra como texto, desequilibra, de nuevo, aquel fondo sobre el que está fundada la propia clínica -como metáfora de la mirada moderna- . Con esto, por despreocupación del espacio y por la confrontación con el silencio, da a ver lo no visto, da a leer lo no escrito. De ahí, quizá, de ese desplazamiento de los límites, emerge un nuevo espacio, ciertamente in-quietante, y una nueva mirada. La clínica de la clínica, el espacio del espacio, la luz de la luz: mirada de la mirada. Reescritura que es un borradura.

 

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Proust había escrito en Contre Sainte-Beuve que el escritor inventa, dentro de su lengua, una nueva lengua, una lengua extranjera, porque la lleva hasta ese extremo en el que la lengua delira, haciéndonos ver, a través de ella, lo que nunca antes se había visto, aunque no se hubiera dejado de mirarlo. Por ello, la escritura del delirio es una escritura de la visión, del mismo modo que la visión del delirio, que lleva las imágenes (ya vistas) hasta el extremo en que se convierten también en imágenes extranjeras, es una visión de la escritura. De esto, precisamente en Crítica y clínica, Deleuze extrae una lección: cuando el lenguaje cincela en su interior una lengua extranjera, produce un resplandor en los confines del lenguaje. Entonces, «cuando el delirio pasa a ser estado clínico, las palabras ya no desembocan en nada, ya no se escucha nada ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos». La noche blanca de 24 horas de luz artificial, sin historia porque queda borrada, sin colores ni ruidos: como la escritura con luz artificial de Derrida, el único modo de salir fuera a través del recogimiento dentro de la escritura del texto, de la imagen. Pura emergencia de la exterioridad en la interioridad de la obra (la escritura). Paimio llevado hacia su propia exterioridad mediante un recogimiento en el interior de luz artificial, el afuera del adentro. Todavía Deleuze: «Cualquier obra es un viaje, un trayecto, pero que sólo recorre tal o cual camino exterior en virtud de los caminos y las trayectorias interiores que la componen, que constituyen su paisaje o su concierto». Domènec: escritura sobre escritura, imagen de la imagen: desplazamiento.

 

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Reflexión sobre la arquitectura, la de Domènec, que es una aproximación, también, al silencio del espacio: allí donde el espacio se convierte en invocación de formas y de otros espacios, de una aspiración utópica, también convertida, con el paso del tiempo, en pura estructura despojada de política. Policía -la de los sanatorios, la del discurso sobre la salud- de los espacios que sustituye la política de los espacios: espacios construidos para habitar que acaban siendo espacios para confinar. Espacios de confines llenos del ruido de una excentricidad molesta: de ahí la recuperación, por Domènec, del silencio de unos espacios que el tiempo ha convertido en mudos. De ahí la luz artificial para escribir (Derrida) y para convertir el texto y la obra en un espacio deconstruido: única posibilidad de habitar, en la espera, espacios que reclaman ser releídos.

Desplazamiento hacia dentro de los espacios de la arquitectura moderna para abrir otros espacios: posibilidad de una imagen que nace del desplazamiento y que inaugura una temporalidad nueva para los espacios. Temporalidad lanzada hacia adelante para un retorno hacia atrás, como reescritura y borradura del pasado. La exterioridad ya está presente en 24 horas de luz artificial, pura interioridad deconstruida, puro desplazamiento. Un lugar y Ici même (dentro de casa), al contrario, provocan el resplandor del interior en el seno de la exterioridad que habitan, abriendo un espacio estático, paradójicamente, en el circuito del desplazamiento. Paradojas de Domènec: cartografía de unas obras que invierte la cartografía real de los espacios y de los tiempos de las obras.

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El diálogo de Domènec con Le Corbusier y su unité d’habitation es el núcleo de los trabajos que giran alrededor de Un lugar y, especialmente, de Ici même (dentro de casa). En la intervención de la marquesina de una estación de espera, Domènec ha llevado al exterior la reflexión sobre el espacio interior, clínico, en luz artificial, que había desarrollado en 24 horas de luz artificial. Con ello, ha restituido al Lebenswelt [el mundo de la vida] su deconstrucción del espacio fundado en las categorías modernas. Y lo ha hecho, también aquí, y quizá de forma aún más acentuada, con un cierto distanciamiento irónico: convertido a la vez en valla publicitaria y en lugar de espera. Otra vez, el espacio del silencio, aquí en medio del ruido urbano, como un espacio dentro del espacio que inaugura un tiempo dentro del tiempo: el tiempo de la espera a través de la construcción pensada para habitar.

Heidegger había escrito, en un texto fundamental, Construir, habitar, pensar, que el espacio no es un continente absoluto y neutro en donde las cosas están, sino que las cosas abren. Las obras que son construcciones no ocupan el espacio, sino que lo abren: lo hacen y lo despliegan a partir de aquella estrategia plástica que es un puro espaciar. La obra pone en el lugar un abrir el espacio a partir de ella, porque el espacio sólo es visible y, como tal, comprensible, en toda su dificultad, en la medida en que algo (aquí, la obra) lo muestra, haciéndolo emerger de su inexistencia y de su invisibilidad. Ici même (dentro de casa) muestra el espacio urbano confrontándolo con sus propias paradojas: espacio por habitar que es puro cruce sin habitantes, lugar que no lleva a ninguna parte, utopía como propaganda, fuera que es un dentro, dentro que oculto sólo puede mostrarse fuera. Construir para esperar, que es una forma de habitar, y para pensar, que es también una forma de esperar.

Marquesina de la espera en el lugar que imposibilita la espera: para habitar allí donde el pensamiento es más difícil. Y llegar, desde la perspectiva ontológica de la obra, a un casi nada: allí donde la obra busca ser desapercibida como obra, allí donde se interpela el mirar para ser llevado, también él, hasta su deconstrucción.

Y, en última instancia, con una recurrencia precisa y metronómica, sólo un ruido, también un casi nada que acaba siendo el ruido de una ausencia, el ruido de una traza. La ausencia de los cuerpos en 24 horas de luz artificial, la ausencia de los que esperan en Un lugar y en Ici même (dentro de casa). Ausencia y pura traza de una nada que no acaba de hacerse presente pero que, aún así, es visible. Sólo un ruido: el líquido (la leche) vertido en un vaso, el sorbo, verter, sorbo, tragar, verter, sorbo, tragar, verter, sorbo, tragar, …

Xavier Antich
(Domènec. Domestic, 2001)

24 horas de luz artificial. Después de Alvar Aalto. Martí Peran

La literatura contemporánea que tantea el presente a fin de descubrir la expresión que configura su perfil construye, a medida que lo desvela, el retrato de una desfiguración. Existe una suerte de consenso tácito según el que la descripción de la experiencia de la contemporaneidad tan sólo puede expresarse desde la negatividad; y esto no es una banal incitación a un temeroso pesimismo, como se malinterpreta con frecuencia, sino la convicción de que es desde la sacudida, el envejecimiento y la vulnerabilidad de los principios y los valores que ayer constituían el universo de referencia desde donde deben reconocerse las palabras para el hoy. La negatividad es la distancia entre el lugar del presente y el mundo que se abandona.

Como resultado de la dirección que señala esta dinámica, a pesar de la voluntad de impostar sobre el presente una expresión nueva, se cierne tras éste la sombra del lugar de origen, se escucha aún el rumor de lo que se rehúye. Es este vínculo con la historia lo que hace inevitable definir el presente como reverso; al fin y al cabo, un síntoma más de su fragilidad intrínseca.

24 horas de luz artificial, la instalación que aquí presenta Domènec, es la construcción de un escenario posible para la experiencia contemporánea; pero, en consonancia con lo que acabamos de apuntar, este trabajo sólo puede ser el resultado de declinar una narración previa. Es una arquitectura que no entierra formas anteriores, sino que simplemente invierte la piel de los muros de unas habitaciones arruinadas; no renuncia o la estructura original, pero en cambio busca identidad en la misma negativa a permanecer en ella. Por lo tanto, debe explicarse previamente la primera casa a fin de aclarar, en la distancia que las separa, la subversión implícita con la que se construye este nuevo refugio.

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El último sueño moderno, cargado de entusiasmo y confiado en la capacidad transformadora, se expresa en distintas amplitudes; en ocasiones se acota en parcelas anecdóticas como la mera renovación del lenguaje de las artes, y en otros casos desde un programa de aplicación general con voluntad de constituirse como una plena estructura de sentido. A partir de esta magnitud tan generosa debe interpretarse el registro en apariencia estrictamente arquitectónico del denominado

Movimiento Moderno. En sus primeras formulaciones, bajo la retórica mecanicista, el racionalismo organiza un ideal riguroso, capaz de abordar satisfactoriamente todas las necesidades fundamentales del hombre moderno desde el ejercicio de una razón pragmática y funcional. En este momento inicial, la solidez del objetivo establecido determina una sequedad discursiva que con frecuencia se acerca demasiado a la doctrina. Se dictaminan unos principios con pretensión universalista, sin concesiones a particularidad alguna que perturbe el eje de la consigna de construir un mundo nuevo adecuado al hombre nuevo. No obstante, el carácter normativo de este planteamiento pronto recibe una sacudida.

Desde la historiografía de la arquitectura se han explicado diferentes crisis del Movimiento Moderno. Ahora, sin embargo, lejos de ser fieles a la ortodoxia de ¡os análisis académicos, debemos acertar a describir la corrección esencial que, a partir de un determinado momento, se introduce en el cuerpo teórico del primer racionalismo. Y, en esta perspectiva, la desviación tiene un sentido bien concreto. Se hace imprescindible relativizar los planteamientos del fundamentalismo del programa original, excesivamente plegado a la rigidez de sus ilusiones de universalismo y cosmopolitismo, en pos de una mayor humanización del proyecto mismo. Para desarrollar esta revisión se destacan tres frentes de debate. En primer lugar, frente al arquetipo del hombre moderno debe rescatarse al sujeto particular con identidad propia; a continuación, y por extensión de la primera premisa, la idea de un espacio mecanizado, capaz de acoger con idénticas garantías las necesidades de todo individuo, debe sustituirse por un reencuentro con las cosas concretas de cada experiencia local y singular. Finalmente, y a modo de recapitulación de este proceso de revisión, se hace imprescindible reformular la noción de casa para convertirla en el auténtico refugio vital de este sujeto individual, más allá de su perfección mecánica.

La primera vertiente de esta corrección, el restablecimiento de la identidad subjetiva como centro de la misma operación arquitectónica, se traduce rápidamente en la proclama organicista. Al convertir el factor humano en la esencia de la arquitectura, la alegoría de la máquina queda sustituida por la apelación a lo orgánico y a lo vivo. Con esta mutación, el nuevo espacio construido ya no se articula solamente de acuerdo con un funcionamiento razonado técnicamente, sino que se somete a todas las vicisitudes de la emotividad. Se trata, en definitiva, de conciliar al sujeto con el mundo de la técnica a fin de afianzar, en este humanismo, una reserva de valor. En palabras de Aalto, se trata tan sólo de salvar al hombre, condenado a vivir en un hormiguero sin sentido. El hombre no es ninguna abstracción dentro de un programa teórico sino la realidad viva a cuyo alrededor debe gravitar la investigación, el protagonista sobre el que debe proyectarse la especulación de la razón.

Dado que el sujeto individual –y no el universal– es el nuevo imperativo para la acción, se hace imprescindible restablecer también la semántica del lugar, del paraje concreto donde el hombre debe desarrollar su experiencia de vida. Debemos pasar –en clave arquitectónica– de los modelos modulares mecanizados a un repertorio de formas y tipologías más voluble, capaz de fundamentar el principio de la calidad de vida en la posibilidad de ser con las cosas. Debemos, en definitiva, enfocar la arquitectura hacia la construcción literal de espacios para vivir y ello presupone habilitar un lugar donde el sujeto pueda desarrollar una relación productiva con el entorno. Aalto -paradigma de este renovado «regionalismo» que se injerta en el programa racionalista- vuelve a expresarlo con plena rotundidad: la habitación se encuentra en millones de lugares distintos cuyas peculiaridades se modifican continuamente. No se puede estandarizar el entorno de forma simplista como un producto mecánico. Desde este prisma de orden claramente fenomenológico el arquitecto finlandés otorga una importancia sustancial al valor de lo táctil. El individuo se apropia verdaderamente de un espacio en la medida en que éste es un lugar de cosas para ser tocadas y utilizadas físicamente. En realidad, es en esta percepción de un entorno y en ¡a gestualidad derivada de palparlo donde la arquitectura deja de ser solamente una realización para el hombre –el primer nivel de corrección– sino la representación misma de la existencia.

La máxima expresión del giro aplicado a la primera ortodoxia racionalista reside en la constitución enfática de la idea de casa. Sin duda, el problema de la vivienda –en tanto módulo esencial de la estructura urbana– y el de la habitación –en tanto célula funcional a nivel doméstico– ya eran prioritarios en el programa originario del Movimiento Moderno; ahora, en el marco de este programa, el acento recae en la urgencia de convertir ese lugar perfectamente razonado en un auténtico hogar. En la línea de los análisis heideggerianos, no basta con construir un lugar; la auténtica necesidad para el hombre contemporáneo es esquivar la indigencia espiritual y reencontrar una casa, un lugar propio en donde el sujeto individual, para quien ya habíamos destacado la importancia de su diálogo físico con las cosas, pueda con ellas acoplar un mundo. Esta es la dimensión real del hogar, allá donde el hombre encuentra su auténtica propiedad.

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La revisión del racionalismo que hasta aquí hemos resumido, en realidad, tenía como función optimizar los planteamientos iniciales. No es una increpación sostenida en la sospecha, sino al contrario: quiere ser una aportación con espíritu constructivo. No se tambalea en lugar alguno la ilusión transformadora; simplemente se revisa con la pretensión de hacerla aún más efectiva. Pero, a pesar de esta evidencia, el giro que se ha introducido representa una reconducción del sueño hacia la realidad y, en este viraje, es casi inevitable la posibilidad de despertar definitivamente y desvelar todo el reverso de este imaginario. En efecto, en el mismo período en que Aalto capitanea las reformulaciones humanistas en el interior del discurso racionalista, toda una pléyade de pensadores conceptualiza la contemporaneidad en unos términos que ahora podemos interpretar como la súbita interrupción de ese sueño y como la expresión de la conciencia explícita de la oscuridad que lo envuelve. Si el racionalismo podía humanizarse rescatando al sujeto individual, habilitándole un entorno en el que convivir con las cosas y, en definitiva, construyéndole residencia espiritual, cada uno de estos mismos ejes también puede ahora desocultar su reverso. De este modo, la búsqueda de una identidad subjetiva y particular puede derivar en una cruel exposición de un cuerpo precario y vulnerable; el esfuerzo para vertebrar un entorno plagado de cosas puede delimitar un territorio desértico y, finalmente, la exigencia de casa puede trocarse en la simple adecuación de un refugio.

Para ejemplificar de manera precisa la reconversión del ideal humanista en el retrato de un sujeto exiliado, es ahora pertinente el remitirnos a un modelo literario. Los personajes de Beckett –una referencia constante tras el trabajo de Domènec– construyen una sinuosa narración de las penurias que obstaculizan la única empresa del vivir: encontrar una identidad propia. La búsqueda es obstinada y perseverante pero tan sólo reposa en la seca constatación de que existo y sobrevivo a mi manera. En el universo beckettiano la necesidad de reconocer a un sujeto singular –el mismo objetivo que se imponía en la corrección organicista del racionalismo– obliga a una travesía que lo acaba reduciendo, precisamente, a la categoría de organismo débil, caracterizado por su vulnerabilidad al dolor. Si, como habíamos subrayado, la noción de sujeto no es una abstracción retórica sino una realidad viva, el objetivo de buscar su especificidad, en caso de sumergirse totalmente en este viaje, impone el reconocimiento de su precariedad. Fieles a la consigna lanzada por Aalto, y ejerciéndola de forma completa, llegamos a un puerto inesperado; el fundamento último de la identidad, lo que realmente enlaza al hombre con el instante de la existencia es el dolor y la enfermedad. Jünger, Bernhard o Sontag lo han constatado con distintos niveles de aceptación.

El segundo elemento corrector que el nuevo humanismo introducía en el ideario racionalista era la recuperación fenomenológica, el rescate del mundo de las cosas para la experiencia del hombre. Tal expectativa, también de la mano de Beckett, tiene una profundidad cruenta. Efectivamente, el autor, lejos de explicar aquel acoplamiento de un mundo en el diálogo entre el sujeto y las cosas, narra la constante inaccesibilidad de lo más elemental y necesario. Molloy, Moran o Malone –los personajes de la trilogía novelada– batallan inútilmente para poner las manos sobre los objetos que, aun siendo banales, les resultan imprescindibles para sobrevivir; el cubo para escupir las flemas, el bastón para palpar el limitado espacio de una habitación o la libreta para escribir un miserable testimonio del pensamiento se ocultan y se pierden en el momento crucial en que se les reclama. Esta soledad física absoluta del hombre singular, escenificada en las narraciones de Beckett –este fracaso del principio de lo táctil que se proponía Aalto– es exactamente la misma vacuidad sobre la que tratan de existir las figuras de Giacometti –buen amigo del escritor y otro referente en el trabajo de Domènec–, unos personajes expulsados al vacío y sin posibilidad de ser entre cosa alguna.

Si la casa podía soñarse a través del axioma que rescata al hombre singular en contacto físico con las cosas, ahora este mismo hombre, convertido en un cuerpo frágil que se mueve a tientas con las manos vacías, ya sólo puede esconderse. El hogar luminoso es el sueño de la caverna. En la utopía racionalista, y aún más en su matización humanista del organicismo, se pretendía construir una residencia de sentido para aquel sujeto completo. Ahora, esta habitación para la vida debe transformarse en lugar de cura, de preservación de la identidad frágil y, con el mismo criterio de manutención, debe ser un lugar aséptico, despoblado y sin cosas. Con todo este clima, aunque se insista en conquistar el confort, la casa se transmuta en sanatorio.

Hasta aquí, sin desviaciones de ningún tipo, hemos utilizado el trabajo de Aalto como modelo emblemático de una idea determinada de la modernidad y la narrativa de Beckett como expresión del horizonte final donde se amputa esa misma idea. En consecuencia, no seria lícito insinuar que la referencia explícita al sanatorio de Paimio –realizado por el arquitecto en los primeros años treinta en la ciudad finlandesa homónima– que resuena en 24 horas de luz artificial es una estrategia para reinterpretar a Aalto hasta descubrir su vecindad esencial con Beckett. No existe complicidad alguna entre ambos autores. Sólo hay que recoger la Memoria referida al sanatorio que redactó el arquitecto para ahorrarse cualquier equívoco. En este texto, el autor insiste en la necesidad de primar todas aquellas actuaciones y detalles que garanticen la funcionalidad y humanidad del edificio. En este sentido, enfatiza el deseo de conseguir unas habitaciones con gran cantidad de luz, con un equilibrio de características acústicas, con un uso del color que garantice un ambiente general tranquilo e, incluso, con unos lavamanos especiales para que su uso sea lo más silencioso posible. Todo esto queda sin duda muy lejos de los angustiosos espacios de la literatura beckettiana. En 24 horas de luz artificial se plantea otra cosa bien distinta de esta analogía evidentemente absurda.

La propuesta que se formaliza en esta instalación consiste en situarnos precisamente en medio del relato que hemos desarrollado, para evidenciar sus tensiones internas y no para pulir sus aristas y presentarlo como una historia de coherencia feliz. El núcleo de este trabajo no pretende subvertir los planteamientos de Aalto pero, al tomar el sanatorio de Paimio como modelo, sí que quiere destapar el hecho de que en el interior de los propios presupuestos del modernismo más optimista late con estridencia la posibilidad de su propia deriva. En efecto, Paimio es ejemplar en su celoso planteamiento, es un elogio de la civilización filtrada por un ideal humanista; pero, pese a esta caracterización, no puede ocultar que el destino final de todo este esfuerzo puede reducirse a acoger y tratar de reconfortar una enfermedad. Formulado en otros términos, es en el mismo descenso desde el ideal teórico del primer racionalismo hacia la realidad del sujeto individual en donde se abren las puertas para reconocer la miseria y el dolor como sus únicos elementos constituyentes. Las habitaciones de Paimio, escrupulosas en el estudio de la recepción tonificante de la luz natural, abren así el relato que podría culminar en los espacios existenciales, de luz artificial, de los personajes-pacientes de Beckett: debo decir francamente que nunca hay luz a mi alrededor, nunca verdaderamente luz.

3

La narración que hemos intentado reconstruir en sus puntos esenciales se cierne detrás del trabajo de Domènec de una forma literal. Distintos trabajos escultóricos e instalaciones recrean el repertorio formal ideado por Aalto, reconvertido ya en mobiliario de un escenario beckettiano. Así, por ejemplo, aparentes almohadas o lavamanos se transforman en instrumentos violentados, objetos banales se pre-sentan como herramientas terapéuticas y formas ergonómicas –paradójicamente– niegan toda posibilidad de confort. 24 horas de luz artificial culmina este desarrollo explícito de los rumores que se detectan tras la obra de Aalto hasta su subversión definitiva; pero todo el trabajo de Domènec puede revisarse desde este registro. Parece talmente que su trabajo se sitúe justo en el punto de inflexión que, como hemos intentado explicar, conduce hasta Beckett. Al fondo, la instalación que ahora nos muestra, a pesar de la sombra precisa de Aalto, podría ser perfectamente la habitación donde agoniza Malone.

En efecto, en la obra de Domènec se explora siempre la tirantez ocasionada por la reunión de una doble vertiente: la fascinación por el mundo natural y orgánico –construcción de formas biomórficas y uso de materiales como piel o madera–, con ambientes siempre neutros, de una atmósfera estrictamente mental; aunque este equilibrio Híbrido –un concepto que aglutina distintos trabajos- se ha ido descompensando paulatinamente.

En una primera y larga serie de trabajos, lo más visible era la obstinación por catalogar y conservar formas orgánicas que por su misma naturaleza precaria y efímera solamente podían preservarse por medio de la congelación. Como sugieren distintos títulos –Freeze, por ejemplo–, la única relación que podemos mantener con el mundo de las cosas consiste en enfriarlas para protegerlas. Y rebajar la temperatura del mundo real, aunque sea un acto que anhela salvarlo, es en última instancia el primer episodio del reconocimiento de su desaparición. Este tipo de resignación, de una forma irreversible, determina toda la obra posterior. A partir de este momento se abandona cualquier reducto de sentimentalidad para volcar todos los esfuerzos en la construcción de un espacio para la mente recogida. Privados del mundo real de las cosas, asistimos al repliegue en un espacio absolutamente artificial. El rostro ajeno o Bajo cero (como en casa) ya son habitaciones pobladas tan sólo por el pensamiento desterrado. La pulcritud de estos lugares, a pesar de su analogía con el rigor racionalista –y también minimalista–, en lugar de expresar la posibilidad de delimitar un territorio real para apropiarse de él y convertirlo en el marco de la experiencia viva, acota simplemente un espacio para el solipsismo y la indigencia. La progresiva acentuación de este proceso culmina en una especie de burla de la trascendental idea de la casa. Blanco como la leche –ya sólo el título conserva aquel equilibrio entre la frialdad del pensamiento y el calor del mundo orgánico– sacude la remota ilusión de la casa individual, depositario de nuestras cosas, para revertiría absolutamente. Por su condición únicamente visual –es una fotografía– y por su estructura blanda y tosca, esta arquitectura ya no es una casa sino el deseo mismo de refugiarse en la caverna. Quizá ni siquiera ofrece refugio, es tan sólo la forma de un agujero que da acceso a la caída.

Marti Peran, 1998

 

 

Texto del catalogo de la exposición Domènec, 24 hores de llum artificial.

Sala Montcada, Fundació “La Caixa”, Barcelona 1998

ISBN: 84.7664-634-8

 

 

 

 

Domènec. Doméstico. Manuel Guerrero

Texto para la publicación Domènec. Domèstic. (Ajuntament de Lleida, Patronat de Cultura de Mataró i ACM, 2001)

 

Vivir entre ruinas. Vivir entre objetos, en espacios propios y ajenos. Construir sobre las ruinas de la historia. ¿Abolir el error y el horror? ¿Construir sobre los proyectos de la modernidad? Volver a empezar cada vez. ¿Construir sobre la pobreza, sobre el silencio y el vacío? Ninguna estética sin ética. Del desierto de la ciudad después de la batalla, Berlín arrasada por las bombas, magistralmente fijada por Roberto Rosselini en Germania, anno zero (1947), en la opulencia de la ciudad contemporánea de la especulación cotidiana, por ejemplo, la Barcelona de la devastación de la memoria, fielmente documentada por José Luis Guerin en En construcción (2001). Las transformaciones del espacio urbano, los cambios de las formas de la vida cotidiana, borran la memoria moral de la historia colectiva, pero también de las vivencias particulares, la presencia muda de los objetos cotidianos, el rastro invisible de las costumbres públicas y privadas. En el paisaje devastado de nuestra memoria, individual y colectiva, la presencia de la arquitectura y de los objetos cotidianos, del espacio interior, del espacio doméstico, ocupa un territorio primordial en la construcción de nuestro imaginario personal, en la construcción de nuestra vida en común. «La arquitectura es el auténtico campo de batalla del espíritu», escribía Ludwig Mies van der Rohe, en 1950.

En una escena de Ordet (La palabra) (1955), el gran poema cinematográfico de Dreyer, Johannes, el loco, el místico —que con su fe hará posible el milagro de la vida—, en una conversación con el pastor, perplejo, que entra en la casa de Borgen, afirma: «Soy paleta… Construyo casas, pero los hombres no quieren habitarlas… Quieren construirlas ellos mismos… Pero no pueden aunque quieran. Y por eso algunos viven en cabañas a medio hacer… otros en ruinas… pero la mayor parte erran sin casa ni hogar.»

En torno a la fecha en que Dreyer rodaba Ordet, en agosto de 1954, Heidegger, que se había mantenido en silencio ante la barbarie nazi, terminaba un volumen, Conferencias y artículos (Vorträge und Aufsätze), en el cual, entre otros escritos, daba a conocer el célebre texto «Construir, habitar, pensar» (Bauen Wohnen Denken), procedente de una conferencia pronunciada en 1951. En él afirma el filósofo: «La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho que los mortales primero han de volver a buscar la esencia del habitar, que han de aprender primero a habitar.» Porque tan sólo si somos capaces de habitar podemos construir.»

Por las mismas fechas, Maurice Blanchot, en L’espace littéraire (El espacio literario) (1955), escribía que, en la obra literaria, en la obra de arte, el desvelo de la verdad no nos lleva a la iluminación, a diferencia de lo que afirmaba Heideggaer, sino a la oscuridad, al desierto del nómada, al errar sin fin, al anonimato del no-lugar. Cabañas en el desierto.

Puede que sea el cine el arte en el que se ha expresado, de forma más directa y variopinta, la dificultad del hombre para habitar el mundo, de una manera sostenible, en equilibrio con la naturaleza, y manteniendo el diálogo con el otro, siguiendo las formas de vida contemporáneas regidas por la velocidad, la violencia, la usura, el consumismo y la pérdida de las identidades individuales y colectivas. La necesidad de una vivienda, de una casa propia, de un espacio doméstico donde sea posible la intimidad, aunque sea en una existencia nómada, que junto a unos espacios verdaderamente públicos hagan posible un sujeto libre, soberano y solidario, se convierte, en nuestra sociedad entregada al espectáculo, en una de las necesidades primarias del individuo contemporáneo.

Una de las escenas más chocantes del cine de finales del siglo XX es la que ofrece Offret (Sacrificio) (1986), el testamento cinematográfico de Andrei Tarkovski. Se trata de la secuencia de seis minutos que muestra cómo Alexander, el protagonista de la película, incendia y contempla, en silencio, cómo se quema su casa de madera situada junto al mar, en una isla. No se trata de un acto gratuito o nihilista, sino de un verdadero sacrificio. En un gesto radical, solitario, Alexander decide prescindir de todo, incluso de su casa y de su querido hijo, para poder salvar a la humanidad, su familia, de una posible catástrofe universal. La casa de Alexander, la casa de Offret, se constituye en el centro simbólico de la extraordinaria parábola de Tarkovski que denuncia el materialismo y el nihilismo de occidente y reivindica la experiencia espiritual o religiosa, la responsabilidad del individuo, como únicos caminos que pueden alejarnos de la destrucción. Las imágenes inicial y final de Offret que nos muestran el hijo de Alexander regando un árbol seco —símbolo de la fe, según Tarkovski— simbolizan la esperanza en el futuro que quiere transmitir el autor de Andrei Rublev o de Stalker.

Junto a estos ejemplos mesiánicos se erige el sueño utópico del proyecto moderno, de la arquitectura racional, que nos ha legado el arte y el pensamiento del siglo XX, que se ha esforzado en proyectar, con éxitos y fracasos evidentes, una nueva forma de vivir, una nueva forma de habitar, con la voluntad, incluso, de llegar a cambiar la sociedad. Es la tradición del proyecto ilustrado, de la modernidad arquitectónica, representada de manera ejemplar por Adolf Loos, Le Corbusier, Mies van der Rohe o Alvar Aalto, que Domènec ha reivindicado y revisado en algunas de sus obras más notables de los últimos años.

Domènec (Mataró, 1962), con una coherencia y una honestidad admirables, ha centrado su obra artística en la reflexión crítica y lírica sobre las paradojas y los enigmas de la vida actual, de nuestras formas de habitar, a partir de nuestra relación con el espacio y con los objetos. Partiendo de procesos conceptuales de reflexión, Domènec crea una obra pictórica, escultórica, objetual, fotográfica y videográfica que concibe el proyecto del diseño objetual y arquitectónico como una de las construcciones imaginarias más productivas y complejas de la tradición moderna. De los resultados contradictorios y de las múltiples fisuras del proyecto de la modernidad arquitectónica, artística y filosófica, Domènec extrae objetos ambiguos, instalaciones inquietantes y visiones perplejas que nos interrogan sobre los fracasos de las utopías políticas, sociales y estéticas y, a la vez, nos interpelan sobre la miseria espiritual y el absurdo existencial de nuestra vida cotidiana, de nuestra vida doméstica. La enajenación cultural y social del individuo como una de las consecuencias más claras del capitalismo tardío en el mundo occidental se convierte en una de las ideas más constantes de la obra de Domènec.

De forma intuitiva y progresiva, y gracias a las posibilidades abiertas por el reconocimiento de su trabajo, Domènec ha ido ampliando el espacio de su exploración artística, desde la creación de pinturas y de esculturas de tamaño reducido hasta la construcción de espacios transitables o de instalaciones de medidas considerables.

Durante la década de los noventa Domènec se ha concentrado en el campo escultórico, siempre desde una práctica muy original, trabajando principalmente a partir de series de obras de pequeñas dimensiones que han ido expansionándose. Caracterizadas por su sensualidad táctil y formal, las esculturas de las series Freeze (1994-1996), construidas con madera y clavos, sorprenden por su capacidad de crear fascinación al mismo tiempo que rechazo o, incluso, repulsión. Como los fetiches de las culturas africanas, las esculturas de la serie Freeze no nos dejan indiferentes. Estas obras cuyas formas orgánicas abstractas provienen del inconsciente o nos recuerdan formas animales u objetos cotidianos, como larvas o cojines, constituyen esculturas monocromas, de un blanco roto, recubiertas, en algunos casos, de clavos o pinchos, como cactus, erizos o erizos de mar.

Las obras de la serie Freeze provocan, voluntariamente, distancia, frialdad. Son esculturas ambiguas, entre el objeto cotidiano y el fetiche, que por su acabado artesanal y sus formas orgánicas se distancian igualmente tanto de las piezas de tipo minimalista como de los objetos de origen conceptual. Estas características se acentúan aún más en la serie Híbrids (Híbridos) (1996-1998), esculturas también de madera, torneadas manualmente, igualmente monocromas, blancas, en las que se confunde el posible carácter funcional o estético del objeto. Híbridos, objetos enigmáticos, que empiezan a mostrar agujeros, o a abrirse en el interior hasta formar espacios habitables. Piezas que nos evocan la idea de nido, la idea de caverna, la idea de útero materno. La incomunicación, el aislamiento que parecían transmitir las obras de la serie Frezze, empieza a matizarse en las piezas de la serie Híbrids, como si quisieran abrirse al espacio, al posible diálogo con el otro.

El rostre aliè (El rostro ajeno) es el título de dos piezas diferentes que, a mi entender, marcan unos hitos en la evolución de la obra de Domènec. Como resultado de un taller con el artista portugués Cabrita Reis, en el año 1994 en Montesquiu, Domènec realizó una instalación efímera con el título de El rostre aliè. Se trataba de una construcción rectangular de madera ubicada al aire libre, en la intemperie, vacía en el interior, pintada de blanco, en la que sólo destacaba la aparición de una repisa, también pintada de blanco, que no sostenía ningún objeto o cosa. Como un templo laico al vacío, como un antimonumento, El rostre aliè (1994) es la primera intervención escultórica con estructura arquitectónica de Domènec. La apertura al diálogo, al rostro del otro, sin embargo, no parece ser el objetivo funcional de esta construcción, que tampoco se convierte en un confesionario o en un espacio para la meditación transcendental. Con el mismo título de El rostre aliè, en 1997, Domènec creó una escultura que tiene forma de máscara pero que no tiene aberturas para los ojos o la boca y que hay que situarla en la pared, de forma que si alguien se pusiera la máscara ¾como ha mostrado el mismo autor en una serie de fotografías¾ debería ponerse de cara a la pared. Es la imposibilidad del diálogo, la imposibilidad de la mirada, el rechazo del otro. Pero también, la necesidad de la alteridad. Je est un autre, escribió Rimbaud. Nuestro rostro es un rostro ajeno, el otro soy yo. El diálogo, tal y como nos ha enseñado Freud, empieza en uno mismo. Sin la apertura interior, sin la apertura al otro, no puede iniciarse el diálogo. A partir de esta necesidad de diálogo, de esta necesidad de apertura, se abre el espacio, aparece la arquitectura como lugar, como vivienda, como paraje para el intercambio y para la comunicación, o para la incomunicación, el aislamiento o el silencio.

En un fragmento del significativo texto «Ablèpsia, l’artista cec» («Ablepsia, el artista ciego»), fechado el 1997, Domènec reflexiona a partir de un retrato fotográfico de Buster Keaton, el cual aparece sentado con las dos manos abiertas tapándose los ojos. Es un fotograma perteneciente a Film (1964), la única experiencia cinematográfica de Samuel Beckett. Como si se refiriera a El rostre aliè (1994 y 1997), Domènec ha escrito: «La dificultad de entender lo que miramos, la imposibilidad de la mirada. El artista es como un ciego dentro de una cámara frigorífica totalmente blanca, invadido de un febril vértigo, que en un esfuerzo de dudosa utilidad intenta que el arte se convierta en una fina película que empañe el caos, la materialización de un gran agujero. Petit vide grande lumière cube tout blancheur faces sans trace aucun souvenir [Samuel Beckett, Sans]. La ceguera blanca, un no-lugar.»

La serie de fotografías Blanc com la llet (Blanco como la leche) (1998) testimonia la aparición de unas construcciones frágiles y delicadas de formas orgánicas, paralelas a las últimas obras de la serie de Híbrids. Se trata de ampliaciones fotográficas de pequeñas maquetas efímeras, modeladas en plastilina blanca y destruidas después. Son formas totalmente ambiguas que nos pueden remitir a órganos del cuerpo o a viviendas precarias, cabañas de barro o nidos de distintos animales. También podemos evocar las formas irregulares de una caverna. La precariedad y la extrañeza de estos espacios misteriosos y particulares, viviendas elementales y simples, nos hablan de una existencia nómada, a la intemperie, reducida a la mínima expresión. En Höhlenausgänge (Salidas de la caverna) (1989) ¾como ha remarcado Franz Josef Wetz en su estudio sobre el filósofo alemán¾, Hans Blumenberg caracteriza al hombre como un ser visible que escapa a la realidad refugiándose en la invisibilidad de la caverna. La visibilidad de la caverna obliga al hombre a tomar conciencia de su desnudamiento y de su indefensión. «Sólo hay una salida de la caverna ¾afirma Blumenberg¾, la que está en nosotros mismos.»

En medio de una cultura entregada al espectáculo, al simulacro audiovisual de la imagen virtual, abrirse a una nueva mirada crítica, construir de nuevo desde la pobreza, desde las realidades que vivimos. Un nuevo primitivismo, un nuevo humanismo, que sitúa al hombre por delante de la técnica. Si la experiencia del progreso nos ha llevado a la guerra y a la destrucción, la experiencia de la pobreza nos devuelve a la vida cotidiana, al placer de la vida simple y libre. Es lo que experimentó Walter Benjamin en Ibiza y que fijó, en 1933, en el artículo «Experiència y pobreza» unos años antes de su trágico fin en Portbou, en 1940, tal como nos recuerda Vicente Valero en su ensayo biográfico Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, 1932-1933 (2001). «Una pobreza que nos conduce a recomenzar, a repensar de cero, a arreglárselas con poca cosa, a construir con casi nada, sin girar la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Entre los grandes creadores siempre ha habido espíritus impecables que empezaban por hacer tabula rasa,» dice Benjamin en el artículo «Experiencia y pobreza», en el que menciona, por ejemplo, las obras de Paul Klee o Adolf Loos.

Es la tradición de la modernidad, de la vanguardia, siempre recomenzada, que buscó, entre otros caminos, en el retorno a los orígenes, al primitivismo, a lo esencial, la liberación de la academia, la liberación de la acumulación histórica, la liberación de la dependencia de la técnica. Si entre los constreñimientos y las debilidades del arte minimal y del arte conceptual surgió el arte pobre, contemporáneamente a los excesos del arte postmoderno más frívolo ha emergido un arte postmoderno más crítico, y comprometido políticamente, que retoma y reelabora ideas, actitudes y propuestas del arte conceptual, del arte minimal, del arte pobre. Domènec se sitúa, con su obra singular, dentro de este arte postmoderno crítico que, releyendo críticamente la tradición de la modernidad, no renuncia, aquí y ahora, hic et nunc, a construir un espacio habitable, individual y colectivo, desde la pobreza y la lucidez más extrema.

En los últimos años de la década de los noventa, Domènec empieza a trabajar en proyectos que parten de referentes arquitectónicos precisos. La instalación 24 hores de llum artificial (24 horas de luz artificial)(1998-1999) recrea a escala real una habitación del hospital antituberculoso de Paimio (1929-1933), proyecto realizado por Alvar Aalto ¾considerado modélico por su relación abierta con los elementos naturales¾, que se transforma en una gran maqueta de madera a medida real, sin ventanas, donde las camas y los útiles sanitarios se convierten en esculturas monocromas ajenas a su función original, objetos inútiles iluminados en exceso por la luz cegadora de neón que deslumbra al espectador. El proyecto de Aalto de Paimio, en la recreación de Domènec, ya no existe, ha sido borrado, neutralizado, aniquilado. El lugar de Paimio se ha convertido en un no-lugar. La heterotopía se ha convertido en atopía. Domènec nos enfrenta a la transformación del espacio utópico del proyecto moderno en un espacio atópico, sin personalidad, sin vida. Por supuesto la relectura negativa de Domènec no es una crítica dirigida a Aalto, sino a la evolución de nuestra sociedad que ha cegado, ha anulado, ha desvirtuado el proyecto arquitectónico moderno. Como si Domènec releyera a Aalto a partir de Beckett y como ha afirmado Martí Peran en el texto «24 hores de llum artificial. Després d’Alvar Aalto» (1988): «la instalación, a pesar de la sombra precisa de Aalto, podría ser perfectamente la habitación donde agoniza Malone.» ¿Hemos acabado viviendo en una clínica clónica universal?

Un lloc (2000) e Ici même (dentro de casa) (2000) comparten la presencia de una maqueta, y la fotografía de esta maqueta en el bosque, de una de las obras más conocidas de Le Corbusier: la Unité d’habitation de Marsella (1947-1952). El emblemático edificio de habitáculos proyectado por Le corbusier en Marsella ¾que plantea crear rigurosamente una nueva forma de habitar y de constituir verdaderas comunidades¾ convertido en mueble-maqueta (también podría ser un mueble-bar) de madera pintado de blanco, se convierte en el fetiche, el bibelot, el centro ausente de una habitación individual en la instalación Un lloc. Junto a la maqueta de la «Unité d’habitation», una cama, una silla y una estantería conforman un mobiliario austero y monocromo reducido a la mínima expresión. El contraste entre la presencia del mueble-maqueta y la ausencia de diálogo con los otros elementos inexpresivos de la habitación, plantea la inversión del lugar propio, del espacio privado, en el no-lugar del espacio impersonal de la contemporaneidad.

¿Qué está haciendo la maqueta, simplificadora y banalizadora, del edificio de Le Corbusier en la instalación Un lloc? Es cierto que ¾como explica Stanislaus von Moos en su biografía sobre Le Corbusier¾ el arquitecto suizo parte formalmente de la idea de una caja de botellas. Las viviendas separadas se colocan dentro de la estructura de hormigón armado lo mismo que las botellas en una caja. Pero Domènec no está tan interesado en la riqueza y la complejidad formal y estructural de la obra como en el carácter paradigmático del edificio a la hora de plantear un proyecto utópico de vivienda, como emblema de la modernidad, como proyecto estético, político y social.

En la obra Ici même (dins de casa) (2000) la fotografía de la maqueta de la «Unité d’habitación» se ha convertido en un simple reclamo icónico situado en el espacio reservado para la publicidad dentro de una marquesina para una parada de autobús. Incluso Domènec ha editado serigráficamente la imagen de la maqueta del edificio de Le Corbusier, fotografiada en el bosque, para convertirla en la simulación de un anuncio publicitario que se ha situado en distintos opis en intervenciones urbanas planteadas en Mataró y Banyoles. La recreación del emblema de la modernidad se ha convertido en una marca, un logotipo, un simple reclamo propagandístico sin ninguna finalidad real fuera de la autorreferencialidad crítica que propone el proyecto de Domènec. Como una ruina postmoderna, como un barco a la deriva, la imagen de la modernidad que nos ofrece Domènec es francamente pesimista: entre la pura propaganda y el parque temático se levantan los restos del naufragio de la modernidad. Ante la banalidad y el simulacro, sólo una arqueología del saber, una mirada profunda y crítica, nos puede devolver, aunque sea con veraz escepticismo, el espíritu de la utopía.

 Como precedente de la obra y la intervención urbana Ici même (dins de casa), Domènec realizó en Benifallet, en el marco del proyecto de exposición Segona estació (Segunda estación), la instalación Ici même (1999). El mismo prototipo de marquesina proyectado para Ici même (dentro de casa), de madera, pintada de blanco, con un banco alargado para sentarse y un techo para proteger al usuario de las inclemencias del tiempo, se situaba en medio del campo, en un lugar donde no existe ninguna línea de transporte. La diferencia está en que el espacio luminoso reservado a la publicidad está vacío, tan sólo proyecta luz blanca al espectador. Ici même, aquí y ahora, hic et nunc. Domènec creaba un lugar, un espacio donde se interrumpía el tiempo, un espacio nuevo para la relación, para el intercambio, para el diálogo, para la conversación, para la contemplación, que incluso, por su luminosidad, se utilizó de noche en más de una fiesta popular, tal como documentan varias fotografías y vídeos. Este lugar público se convertía también en un no-lugar, en un espacio en blanco, vacío, sin ningún tipo de leyenda o imagen incorporada. Un espacio disponible, un espacio libre.

El profundizar en las teorías situacionistas o en las ideas de Michel de Certeau, el autor de L’invention du quotidien (1980), o de Nicolas Bourriaud, el autor de Esthétique relationelle (1998), ha enriquecido, en los últimos años, la obra de Domènec, el cual ha ampliado la dimensión política y social de sus proyectos, ha trabajado con nuevos medios y ha planteado, por primera vez, intervenciones en el espacio público.

 El vídeo Amb el fred dins de casa (Con el frío dentro de casa) (2001), nos muestra cómo se llena de leche un vulgar vaso de vidrio y cómo una mano coge el vaso para engullir a continuación el líquido. Se trata de un vídeo sin fin, grabado con una sola cámara fija, de una austeridad técnica total. El sonido aumentado de esta operación cotidiana y la repetición infinita del gesto anónimo de llenar el vaso de leche y bebérsela nos ofrecen una lectura ambivalente y ambigua. Por un lado, nos hace pensar en la necesidad de valorar con más profundidad nuestros actos habituales, nuestros gestos cotidianos; por otro, nos enfrenta a la repetición y a la banalidad de nuestra vida. Como el recuerdo chocante del vaso de leche engullido cada mañana, la memoria y la presencia de los hechos aparentemente más simples y más insignificantes forman parte también de nuestra experiencia profunda que conforma nuestro presente y nuestro futuro.

Como silentes testigos de una existencia única y enigmática, las obras de Domènec se nos aparecen com objetos antropológicos, como lugares antropológicos o como reflexiones antropológicas sobre el presente desde el campo del arte. El interior y el exterior, la casa y la calle, antes que el taller, la galería o el museo, se convierten en lugares en los que se proyectan las obras de arte. Como el espacio sin habitar que crea la casa quemada de Offret (Sacrificio), la película de Tarkovski, Domènec piensa en la obra de arte como un continuo volver a empezar desde el blanco, desde el vacío, desde la nada. «En la realidad concreta del mundo de hoy, los lugares y los espacios, los lugares y los no-lugares se entrelazan, se interpenetran», afirma Marc Augé en Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité (1992). Construir el lugar del arte es abrir el espacio del pensamiento, profundizar en la complejidad de la existencia; ampliar las libertades, individuales y colectivas; preservar los espacios de la intimidad, las singularidades de los lugares y de las culturas; y, a la vez, liberar los espacios, los lugares y los no-lugares, de las fronteras políticas, económicas, sociales y culturales que fijan los mapas físicos y mentales de nuestro mundo.

Manuel Guerrero

Domènec. Unité Mobile (Roads Are Also Places). Martí Peran

Cuando la estética hermenéutica se ve en la obligación de describir de un modo inteligible sus presupuestos según los cuales las obras de arte tienen una esencial razón de ser que, sin embargo, sólo aparece cuando las mismas obras son puestas en práctica por la interpretación, el ejemplo más pertinente es el juego. En efecto, gracias a una larga tradición que ya examinó el impulso del juego, este aparece como paradigma de la verdad de la experiencia estética, aquella que acontece sólo y exclusivamente gracias al acto mismo de poner las obras en juego. Pueden existir distintas normas y reglas, instrumentos y jugadores, pero el juego propiamente dicho sólo toma cuerpo en un aquí y ahora, mediante la acción que pone en acto toda esa colección de componentes. Esta reflexión sirve a la estética de pretexto para no abandonar unas bases idealistas que ya padecen una crisis irreversible y así continuar aferrada en la creencia de una esencia del arte, quizás escueta y temporaria (sólo se deja ver en el acto puntual de jugar/interpretar), pero efectiva todavía.
Pero el juego es algo más que un precioso atajo para salvar unas suposiciones idealistas. Junto a esa interpretación casi desesperada, el juego puede también conceptualizarse como producto inmediato del homo ludens –en la línea en que fue reconsiderado por J. Huizinga y tras él retomada por los situacionistas– convirtiéndose más en el modo de consumar una experiencia real que no una experiencia (estética) de verdad. La corrección parece diminuta pero es crucial. Mientras la hermenéutica pretende mantener la idea del arte como una vía de acceso a una verdad profunda, la nueva teoría del juego apuesta sólo por el valor de la experiencia en tiempo real, ajena no sólo a un posible universo de principios categóricos, sino también liberada de cualquier exigencia productiva. El juego puede convertirse así en una eficaz estrategia, ya no para mantener una envejecida epistemología, sino para derrocarla definitivamente. Con sus antecedentes surrealistas pertinentemente corregidos (el juego, como el sueño, no dejaban de ser una mirilla por donde observar pulsiones inconscientes y profundas), los situacionistas jugaron a crear situaciones con esta nueva perspectiva: convencidos de que sólo la libertad del juego permite construir una sujeto igualmente libre, capaz de acumular experiencias reales y no perdido en la búsqueda de un inefable sentido.
Unité mobile (roads are also places) es, en primer lugar, un juguete; un camión teledirigido que puede ser conducido a placer. No es verdad que sea una escultura; ni siquiera una escultura móvil que, al ponerse en juego, se reivindica como tal. Es un juguete –siguiendo la dicotomía que hemos establecido– de talante situacionista y no idealista. La mejor prueba de ello es, claro está, la utilización de una maqueta de la Unité d’Habitation de Le Corbusier como contenedor del camión. El gesto es elocuente: el paradigma arquitectónico moderno para un habitar feliz en el mundo, ideado como solución universal desde unos supuestos excesivamente predeterminados y utópicos, se ha convertido ahora en un mero instrumento juguetón, in-quieto y absurdo si no se maneja con libertad. La proposición que se nos plantea expresa así una doble intención: el juego como paráfrasis del valor de la experiencia real, flexible e improductiva y, por añadidura, un juego que subvierte las pretensiones ilusorias de la modernidad; que reemplaza los sueños de construir un anclaje sólido con el mundo –y la Unité es modélica en su forma de solucionar arquitectónicamente esta ilusión epistemológica de estar en el mundo– por un juguete móvil, doméstico, realmente utilizable y vulnerable.
El registro videográfico del teledirigido circulando libremente por los pasillos de la Unité d’Habitation de Marsella redobla las intenciones de la propuesta. Es en el mismo espacio estático diseñado como contenedor universal del habitar donde se impone ahora una movilidad lúdica –la misma que expresó Constant en El principio de la desorientación–1, capaz de autogestionar sus trayectos, del mismo modo que los habitantes de la Unité terminaron por corregir al arquetipo adecuándolo constantemente a sus necesidades.

Martí Peran
“Mira cómo se mueven”. Fundación Telefónica, Madrid 2005
1 “No habrá ya un centro al que se deba llegar, sino un número infinito de centros en movimiento. No se tratará ya de extra-viarse en el sentido de perderse, sino en el sentido de encontrar caminos desconocidos.” Constant. “El principio de la desorientación” en X. Costa / A. Libero (eds.). Situacionistas. Arte, política y urbanismo. MACBA/Actar, Barcelona, 1996, pp. 86-87.

24h de llum artificial. David G. Torres

Hace ya tiempo que estamos un tanto desengañados. Desengañados de nuestro mundo, conscientes que no nos queda lugar para las utopías. En fin, llevamos algún tiempo habitando el fracaso de la modernidad. Y sin embargo esta condición que afecta tan de lleno al arte, si bien ha calado en el discurso, no lo ha hecho tanto en la actitud del artista. Me refiero a la imposibilidad de seguir pensando en la radicalidad, y en la necesidad de encontrar soluciones que no se conformen con la mediocridad cotidiana o la mezquindad de mi yo y mis circunstancias. Domènec es un artista que no piensa en los extremos sino en los cruces de esos extremos; que no ofrece una obra basada en la seducción (atrapando al vuelo los discursos a la moda) sino que en su pensamiento artístico por esquivo y complejo podríamos hablar de una mecánica seductora. Y una vez más, que nadie se equivoque, que parta de la complejidad no significa que sea difícil, sino que su obra puede resultar todo lo contrario. A fin y al cabo, su propuesta principal en esta exposición es muy sencilla: la reproducción de una habitación del hospital antituberculosis de Alvar Aalto en Paimio (Finlandia).

Aunque no se trata exactamente de la reproducción de la habitación diseñada por Aalto. Más bien es la reproducción de la habitación «ideal» de Aalto. En palabras del arquitecto: «una habitación con gran cantidad de luz, con equilibrio de sus características acústicas y con un uso del color que garantice un ambiente general tranquilo». Aalto pensaba en una arquitectura que desarrollase el funcionalismo hacia una dimensión humana, casi íntima. Sin embargo, cuando Domènec convierte su habitación en un verdadero lugar ocupado por la luz multiplicada por fluorescentes («24 horas de luz artificial» es el título de la exposición), totalmente blanco, con todos los objetos hechos en superficies suaves de madera y una fina capa de yeso, sin esquinas; no estamos muy seguros de encontrarnos en «casa». Catherine Millet en una conferencia comentaba que no creía que el fin de la modernidad coincidiese con su fracaso, sino tal vez con su éxito, cumplimiento decía ella. En la medida en la que el arte había ocupado la ciudad en espacios públicos e inimaginados hasta la fecha y en la medida que la imagen que los artistas modernos habían creado ocupa nuestras vidas en la televisión, las tiendas, el diseño etc. Su conclusión venía a ser que vivíamos en el paraíso prometido por los artistas modernos, y sin embargo si echamos una ojeada a nuestro alrededor nos damos cuenta de que tal paraíso se parece demasiado al infierno. La habitación de Domènec, la habitación de Aalto, tampoco es demasiado cómoda.

El trabajo de Domènec plantea una incomodidad física: esa habitación, el colmo de la medida humana, es casi cruel en su calidez, en la luz sofocante que oculta los contornos. Y plantea una incomodidad intelectual porque ya no trabaja en los extremos, no busca un contra-argumento frente a la modernidad, no quiere subvertirla, no desvela sus errores, sino que la subraya, la sigue al pie de la letra y entonces muestra que no funciona. ¡Qué no funciona!, ¿qué es lo que no funciona? No será que la habitación de Aalto en Paimio es una excusa, un punto de partida y no el núcleo de la reflexión. Y si ni tan sólo se trata de reflexión sino de la presentación directa de un conflicto irresoluble con los objetos, con nuestros objetos, con nuestras casas y vidas. Porque los objetos, habitaciones y casas de Domènec funcionan perfectamente en cuanto tales. Nos atraen y nos rechazan, hechos de madera y yeso son cálidos y fríos al tiempo. Naturales y artificiales delatan nuestra incapacidad para sostenerlos, en un paraíso que se parece demasiado al infierno. Frente a esa habitación tan segura de si misma que nos expulsa, Domènec tan sólo presenta un díptico fotográfico: «Blanco como la leche». Un agujero, una caverna, una mísera casa hecha en plastelina, que se desmorona, que es precaria. Entre contradicciones la obra de Domènec está hecha de objetos híbridos.

Esta idea, esta palabra, «híbrido», es central en el trabajo de Domènec. Cuando al principio escribía que su pensamiento artístico se sitúa en un cruce de extremos, en realidad me refería a una condición híbrida. Pero no es que esa palabra sea imprescindible para explicar la obra (que a diferentes niveles se explica por si sola) sino que muestra una adecuación extraña de encontrar entre el aspecto puramente formal de la obra, su recepción y sus argumentos conceptuales. Al final no nos importa si vivimos el fin de la modernidad o no, sino que entre el desengaño y la mediocridad encontramos retratadas nuestras limitaciones en objetos híbridos hechos de un pensamiento híbrido. Y lo más importante es el control que sobre ello tiene Domènec al medir con precisión lo expuesto en la sala de la calle Mocada, solamente dos obras.

David G. Torres
Barcelona, diciembre 1998
www.davidgtorres.net

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