Conversation Piece: Les Minguettes

LE CAP – Centre d’arts plastiques de Saint-Fons (Lyon), 2017
En Résonance avec la Biennale de Lyon 2017

Instalación. 4 maquetas, pantalla, madera / Video, 3’24» / Wall paper

El proyecto para Le CAP Saint-Fons trata la historia de ‘Las Minguettes’, un barrio del municipio de Vénissieux históricamente conocido por las manifestaciones antirracistas de 1983, e ilustra la trayectoria de la arquitectura lionesa. La obra, producida específicamente para la exposición, también va acompañada de piezas más antiguas y constituyen un proyecto inédito sobre los modelos residenciales que, a pesar de ser criticados posteriormente, siguen siendo el hábitat habitual de grandes masas de población obrera.

Las Minguettes es un gran polígono de vivienda social de Vénissieux, en los suburbios del sur de Lyon, construido en los años 60 y parcialmente demolido en los años 90. Es un barrio que acoge una gran población de inmigrantes africanos y que es parte importante de la historia de los movimientos populares. Es precisamente en este gran conjunto que nació en 1983 «La marcha por la igualdad y contra el racismo», marcha más conocida bajo el nombre de «Marché des Beurs».

Con el soporte del Institut Ramon Llull

Jerusalem ID. Mapasonor + Domènec

Jerusalem ID
Mapasonor + Domènec
23.09.17 – 07.01.18

Bòlit Centre Art Contemporani Girona
Bòlit_LaRambla

·································

Mientras tanto, Domènec… / Juan José Lahuerta

Mientras tanto, Domènec…

Juan José Lahuerta

Texto para la publicación «The Stadium, the Pavilion an the Palace. Domènec, an intervention at the Barcelona Pavilion» editado por la Fundació Mies Van der Rohe, Barcelona 2023

 

En general, cuando se comenta la obra de Domènec, se la interpreta como una reflexión sobre el fracaso de la vanguardia -en particular de la vanguardia arquitectónica-, la cual habría sucumbido bajo el peso de sus propios planteamientos utópicos. Esta interpretación, bastante común, como digo, parte de una suposición que no suele discutirse, a saber, la de la buena fe de la vanguardia. Sus grandes planes de emancipación de la humanidad, en efecto, se habrían visto frustrados por culpa de una especie de insuperable desajuste entre la ambición de sus proyectos y la miserable realidad de un mundo no preparado para hacer uso de ellos ni, menos aún, para comprenderlos. La historia de la ascensión y caída del Movimiento Moderno, escrita operativamente por sus mismos protagonistas, en la que la ascensión se presenta como una leyenda heroica y la caída, demasiado evidente para poder ser negada, se congela en una espera sin fin, en un eterno cogito interruptus en el que siempre tienen cabida “segundas vanguardias”, “terceras vanguardias”, etc., acaba haciendo de sus arquitectos una especie de colonos o buenos salvajes, no menos ingenuos que aquellos que, sin haber nunca alcanzado a saber porqué el mundo entero estaba en contra suya, encontraron en su nobleza la causa de su muerte -una muerte en general lenta y llena de melancolía-, y de su arquitectura un collar de piedras preciosas cuyo brillo no redime, como se pretendía, pero consuela -al menos a los pocos a los que les es permitida la entrada en los jardines privados de esa “arquitectura moderna”. En definitiva, que las vanguardias arquitectónicas -las “clásicas”, las “segundas”, las “terceras” …- han sido víctimas de la incomprensión de la sociedad, de la historia, del mundo.

Pero basta mirar con un poco de atención los trabajos de Domènec para advertir enseguida que, si muchos de sus comentaristas forman aún parte de esa interpretación legendaria de la historia, él no. Creer en la buena fe de las vanguardias, en la ingenuidad de los arquitectos, vistos siempre como profetas inatendidos cuyas voces claman en el desierto, en la persistencia necesariamente endogámica de una “arquitectura víctima”, no forma parte de sus intenciones, sino más bien todo lo contrario. Las obras del Movimiento Moderno que ha escogido para desarrollar sus proyectos muestran perfiles bien elocuentes: edificios que tenían que dar solución al “problema de la vivienda”, como el Narkomfin y la Casa Bloc; o que se convertían en metáforas de la regeneración de la sociedad a través de la cura literal de sus individuos enfermos, como ocurría en los sanatorios antituberculosos de Paimio y de Barcelona; o que, en el arranque de la Guerra Fría, cuando las fronteras de los bloques aún no estaban del todo trazadas, se exhibían como resultado de algún tipo de nuevamente alcanzada obra colectiva, como en la casa de la cultura de Kallio; o como monumentos -a la III Internacional, a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht– de una nueva era siempre en marcha -esa fue la época de los “movimientos”, el “moderno” entre ellos-, la cual, sin embargo, tal como tiene ya sus mártires, tiene también su arquitectura -o sea, como siempre, sus lastres más pesados: momias y pirámides.

No voy a entrar aquí en la complejidad específica de cada uno de estos proyectos de Domènec, mucho mayor de la que puede deducirse de su mero inventario -en el que ni siquiera he respetado la cronología-, pero sí quiero señalar que el modo en como él mismo los relaciona entre sí, ya debería hacernos pensar en “otra” historia, o, mejor aún en otro “presente”.

A veces, esta relación se produce en forma de círculo que se cierra, como cuando Domènec nos propone un uso terrenal para unas obras cuyo resplandor sólo podía venir de las alturas, producirse en los cielos -unos cielos, bien entendido, sembrados de estrellas de acero. Que un monumento, el dedicado a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, se transforme en un ejemplo de existenzminimum, hace que los extremos de sus preocupaciones se toquen: el solemne bloque de ladrillos del monumento se despoja de sus símbolos, se redimensiona y ahueca para convertirse en un habitáculo que ya señala hacia aquellos otros bloques de viviendas mínimas -Narkomfin, Casa Bloc- que vendrán “después”. Después, digo, porque no tengo duda de que Domènec interpreta la ocupación del monumento como una forma de resistencia frente a la “resolución científica” de la habitación humana. Ésta última, en efecto, lo que propone es que los habitantes lleguen a sus viviendas para aprender a habitar, para ser moldeados por las reglas que las propias viviendas les imponen como comparsas de un habitar abstracto, objetivo, siempre nuevo, pero siempre igual -ese es, ni más ni menos, el modo en que la utopía se consume (literalmente en forma de fuego fatuo) en el mercado-, mientras que la primera, en cambio, exaltando su condición de refugio, su estado sin Estado, perfectamente circunstancial y pasajero, de lo que habla es de la capacidad humana para sobreponerse a cualquier monumento -o sea, a cualquier imposición, a la presencia fantasmagórica de las momias y al peso aplastante de las pirámides- y para “hacerse a sí misma”, sin necesidad de profetas -o de vanguardistas. Este monumento minimizado me trae a la mente aquellos personajillos, siempre harapientos, que pululan entre las ruinas romanas en los grabados de Piranesi: no están ahí, como suele repetirse, para declarar, en su pequeñez, la escala imponente de los monumentos antiguos, sino al contrario, lo que hacen es demostrar la fragilidad de esos mismos monumentos, vencidos por la ínfima raíz de la brizna de hierba que arraiga en sus grietas y, mientras tanto, asaltados y conquistados por unos cuerpos de carne y hueso, esforzados y dolientes -libres-, que se hacen hueco en ellos.

Y, otras veces, esa relación es desarrollada en forma de “montaje dialéctico”, como cuando descubrimos los paralelismos -pero paralelismos que exaltan los contrastes, paralelismos que rechinan- que se dan entre esos ejemplos canónicos de las vanguardias a los que me acabo de referir, y “otros” casos, ciertamente semejantes, análogos, que Domènec ha utilizado en sus proyectos. El más claro es el del polígono de Les Minguettes, construido en los años sesenta en los suburbios de Lyon, puesto directamente en relación con sus antecedentes de los años veinte y treinta -Narkomfin, Casa Bloc-, y al que me referiré inmediatamente. Antes quiero señalar los proyectos que Domènec ha desarrollado en relación con Palestina, y que son los que de una manera más palmaria y, sin duda, más terrible, muestran la violencia intrínsecamente contenida en la disciplina urbanística y la realidad de la arquitectura como “rostro del poder”. Las aspiraciones renovadoras de la arquitectura de vanguardia escogida por Domènec, que se proclamaba construida sobre la tabla rasa de una sociedad “nueva” conformada por esta misma arquitectura, se reflejan dolorosamente en las destrucciones de los poblados palestinos en los territorios ocupados por Israel, que no sólo consistieron en arrasar sus casas y expulsar a sus habitantes, sino en borrar sus nombres, convirtiendo en siniestra realidad -o híperrealidad- ese concepto tan querido por la arquitectura y el urbanismo de vanguardia: el nettoyage. Le Corbusier, por ejemplo, escribió que Adolf Loos, autor de “Ornamento y delito”, “barrió bajo nuestros pies, fue una limpieza [nettoyage] homérica… A través de aquella limpieza [nettoyage] Loos influyó en nuestro destino arquitectónico”. ¿Cómo podrán ser el urbanismo y la arquitectura que surjan del aterrador nettoyage -de esa limpieza en verdad homérica, en verdad correspondiente a un “espíritu nuevo”-, que se hizo con los poblados palestinos si no, sin remedio, modernos? Tabla rasa por tabla rasa, alguien podría pensar, y, en efecto, alguien lo ha hecho, que la confrontación que la obra de Domènec propone entre estos casos -en apariencia- extremos y aquellos otros clásicos, admirados por todos, da por supuesto que los primeros son una degeneración de los segundos, su depravación. Frente a la tabla rasa que resulta de asolar los pueblos palestinos hasta más al fondo de sus cimientos, de borrar sus lugares y sus nombres de los mapas -topografía y toponimia negativas, fantasmales-, la tabla rasa de las vanguardias clásicas sería tan sólo una metáfora, bella si la pensamos en términos de utopía, conmovedora si lo hacemos en términos de fracaso -utopía o fracaso, la banca de los héroes siempre gana.

Sin embargo, el acercamiento que en la obra de Domènec se produce entre el modelo inmaculado y su perversión, no permite pensar en contrarios. Más bien lo que nos dice es que la perversión ya estaba contenida en el modelo: es decir, que el modelo mismo era perverso. ¡Y cómo! En su memoria del proyecto Baladia Ciudad Futura, Domènec se refiere a una entrevista que el arquitecto Eyal Weizman hizo a Avi Kokhavi, comandante e instructor de las fuerzas especiales de intervención de Israel y responsable de operaciones militares como las llevadas a cabo en la casba de Nabus o en el campo de refugiados de Balata, y también arquitecto. Durante la entrevista, Weizman, nos dice Domènec, “constata con sorpresa que las bases teóricas utilizadas por el ejército israelí para desarrollar las nuevas técnicas militares de la guerra urbana se basan de forma recurrente en textos de Gilles Deleuze y Félix Guattari y el situacionismo, entre otros, y se pregunta por el uso de estas teorías críticas como ‘herramientas’ en manos de los pensadores militares”. ¿Sorpresa? Bastaría, para alejar cualquier sorpresa, empezar preguntándose de qué, exactamente, son vanguardia las vanguardias, teniendo en cuenta el modo en que siempre han exaltado la tabla rasa, la abundancia con la que siempre han usado los prefijos de desposesión -de, des…-, erigiéndolos en pilares lingüísticos de sus proyectos ideológicos, o la obsesión fanática con la que han reconstruido retroactivamente la historia, convirtiéndola en una tierra de tesoros lista para su saqueo. La confusión entre “arte y vida” que las vanguardias siempre han proclamado -llamándola “síntesis”-, ¿no tendría en su uso “militar” -al fin y al cabo, de ahí viene, como bien se sabe, el término “vanguardia”- su culminación? La vanguardia sería, en efecto, la continuación de la “vida” por otros medios -aunque hay que decir que esos medios son los de la muerte. Ante semejante “sorpresa” no puedo dejar de pensar -y se trata tan sólo de un ejemplo entre muchos- en lo que decía Martin Damus analizando los happenings de los años sesenta, precisamente: que si la condición primera del happening está en la sujeción de los participantes a las reglas del juego establecidas por el artista, hay algunos casos en los que ni siquiera retirándose, el participante podría liberarse de esas reglas, como por ejemplo cuando el “acontecimiento” consistía en abandonar a los participantes en plena noche, desorientados, en medio de un bosque. En mayo del 68, recuerda, en fin, Damus, la policía de Berlín practicó ese juego “en serio” para aterrorizar -aún más, si cabe- a sus detenidos.

Pero antes he dicho que me referiría, aunque tendrá que ser brevemente, al proyecto de Domènec sobre Les Minguettes. Lo que surge de lo que Domènec nos presenta no es muy distinto de lo que acabo de comentar, aunque ahora mirado desde el punto de vista contrario. Me explico. Les Minguettes es un grand ensemble de las afueras de Lyon construido en los años sesenta para “acoger” -así suele decirse- población inmigrante proveniente, sobre todo, de las antiguas colonias francesas –“acoger”, en fin, “carne de cañón” en bloques y torres de vivienda masiva y mínimos servicios. Su historia corre paralela a la de otros polígonos de este tipo en Francia o en otras partes del mundo: convertidos pronto en símbolos de marginación, desintegración social, delincuencia y violencia urbana, serán sometidos a demoliciones totales o parciales, las cuales, transformadas en gran espectáculo retransmitido en directo, constituirán una suerte de “auto de fe” de una modernidad histriónicamente contrita y penitente -o sea, como siempre, hipócrita. Sin embargo, la historia que Domènec cuenta en su trabajo, es sutilmente otra: resulta que la “inestabilidad” de Les Minguettes -pero podríamos extenderlo a otros casos- tiene su origen en los movimientos sociales que surgieron allí desde principios de los años ochenta, centrados, sobre todo, en el combate y la denuncia de un racismo cuya fuente primera está en la propia organización institucional de la sociedad. El “regreso al orden” tiene, pues, como siempre ha tenido, dos tiempos, sirviendo el primero de justificación del segundo: uno, de estigmatización de la protesta; dos, de voladura de su mundo material, de su humus -dejando así claro ante los millones de espectadores que vieron cómo aquellos bloques se hundían instantáneamente en una gran nube de polvo con sólo apretar un botón, quién tiene el monopolio de la destrucción.

En las historias de la arquitectura y del urbanismo, y esto también lo recuerda Domènec, las demoliciones de estos polígonos han sido interpretadas como el símbolo del fracaso de aquellas utopías del Movimiento Moderno de las que hablábamos, etc. etc. …no voy a volver a ello. Ya he dicho que Domènec nos ofrece el otro punto de vista, porque, aquí, en verdad, ¿qué fracasa? Si hay dos libros fundacionales en la historia de la arquitectura y el urbanismo modernos, son los que Le Corbusier publicó en los años veinte: Vers une architecture y Urbanisme. En el segundo, tras un homenaje a Luis XIV, “el gran constructor”, concluía declarando que “no se revoluciona revolucionando; se revoluciona solucionando”; en el primero, más claramente aún, tras plantear el dilema entre “arquitectura o revolución”, proclamaba que “se puede evitar la revolución”, asignando a la arquitectura unos poderes lenitivos que, al fin y al cabo, acabarían no sólo igualando arquitectura y vida -mediante la subsunción de la vida en la arquitectura: el ser humano como un momento intermedio en la evolución del mono a la arquitectura, tal como decía Bataille,- sino igualando además al arquitecto con el gran manager que la modernidad necesita y reclama. Viendo las voladuras de los bloques y torres de los polígonos, de los grandes ensembles, se diría, sin embargo, que no, que la revolución no puede ser evitada o, al menos -no seamos tan optimistas-, que la arquitectura no lo puede todo, que no atempera, que no mitiga. ¿De qué clase de fracaso estamos, pues, hablando? ¿Quién o qué, exactamente, fracasa? ¿Una noble utopía? ¿O fracasa un “plan”? Acabo de referirme a Le Corbusier, pero quiero llegar a Mies. En la época en que estaban construyendo sus edificios de la Weissenhoff de Stuttgart, el primero le dijo al segundo en una carta -confidencialmente- que estaba orgulloso de que ambos fueran acusados de poetas por los arquitectos funcionalistas, por los arquitectos de la máquina. “Me han dicho infinidad de veces desde hace dos años: ‘Cuidado, usted es un lírico, usted está delirando’”, escribía Le Corbusier en aquel año de 1927. ¿Quiénes le decían tal cosa? O, mejor: ¿cómo se construye, a partir de semejante acusación, perfectamente quimérica, la historia de la ascensión y caída de la arquitectura moderna? Lirismo y delirio: estos son los extremos del “plan” de la “arquitectura víctima”.

Toda la obra de Domènec, en fin, se nos presenta como un desvelamiento de las estrategias del capitalismo a través de la arquitectura y del urbanismo de vanguardia, incluso en aquellos lugares en los que pocos han escarbado. ¿Qué decir, por ejemplo, de su trabajo sobre la casa de la cultura de Kallio, levantada por voluntarios que, como él mismo nos indica, “regalaron más de quinientas mil horas de sus vidas” para construirla, pero de la que sólo se recuerda el nombre de su arquitecto, como si fuera un nuevo Zeus del que Palas, su obra, hubiera surgido de su cabeza, completamente acabada? Aquí ya no se trata sólo de fracaso, sino de fraude. “En los libros figuran los nombres de los reyes”, pero, ¿quién, en efecto, construyó “Tebas, la de las Siete Puertas”? Ya sabemos que esclavos. Lo que tal vez no sepamos, o en lo que no hemos parado, o en lo que no hemos querido pensar, es que muchas obras modernas las construyeron también esclavos: Domènec, aquí y allá, en el lugar más inesperado, en la arquitectura que más enamora a los amantes de la “forma” -en el panóptico, por ejemplo-, nos lo trae a la memoria.

*

Si, como acabo de decir, la obra de Domènec, en general, nos pone en guardia frente a las utopías de liberación de la vanguardia y frente a las responsabilidades del urbanismo y la arquitectura en los terrores modernos, su intervención en el pabellón de Alemania no hace sino profundizar en eso mismo. ¿En qué consistió esa intervención? Se trataba de hacer un doble cambio: la “silla -en realidad, trono- Barcelona” fue sustituida por un par de asientos de tubo y fórmica, y la alfombra negra y el cortinaje rojo, por ropa tendida con pinzas de unos cordeles. Domènec evocaba así la ropa tendida que aparece siempre en las fotografías de las barracas que durante décadas, hasta hace bien poco, llenaron las zonas de Montjuïc dejadas libres por la Exposición Universal de 1929 tras su clausura -e incluso antes de esta- y de los edificios que permanecieron en pie y que fueron utilizados por las autoridades -de pontifical, de uniforme o de paisano- como “alojamiento provisional” -eternamente provisional- de inmigrantes y de toda clase de parias de la tierra, aunque, en realidad, funcionaron como auténticas prisiones desde las que los retenidos, sin ningún tipo de garantías, sin límite de tiempo, bajo la total arbitrariedad de las autoridades, eran “devueltos” a sus lugares de origen o a donde fuera -el Palacio de las Misiones, por ejemplo, haciendo honor a su nombre, fue convertido en un siniestro “centro de clasificación de indigentes”-, o como recintos cerrados en los que “realojar” a miles de desplazados de otros barrios de barracas de la ciudad, cuando eran finalmente “urbanizados” -es decir, entregados al mercado-, como fue el caso del Pabellón de Bélgica o del Estadio Olímpico. El título de la intervención de Domènec se hace eco de un artículo que el gran Josep Maria Huertas Claveria publicó en Destino en 1966, “El estadio, el pabellón y el palacio”, que era una viva denuncia de la situación que comentamos. Reproducido por Domènec en facsímil, en la publicación en formato y papel de diario que se ofrecía gratuitamente a los visitantes, sólo dos fotografías lo ilustraban. En el pie de una podía leerse: “El estadio por fuera: grietas”; en el de la otra: “El estadio por dentro: ropa tendida”. Con esto ya estaría dicho todo, y la ropa tendida por Domènec en un pabellón “otro”, reconstruido sin tiempo y sin historia, reluciente de piedras y mármoles nuevos, por dentro y por fuera, y, en definitiva, triunfante -el “pabellón nuevo y triunfante”, en efecto- tendría que revelarnos metonímicamente lo que ha quedado bajo tierra, y que también aquí, en nuestra casa, como las topografías y las toponimias de aquellos poblados palestinos, ha sido borrado de los mapas: los cuerpos sin “clasificar”, de carne y hueso, de los parias que construyeron Tebas -y que cabían en esas camisas y yacían en esas sábanas que aún vemos en las fotografías. O tendría que hacernos pensar en que los “centros de clasificación de indigentes” continúan, hoy día, ahora mismo, existiendo.

Aunque, una vez dicho esto, que es algo que Domènec deja perfectamente claro en su publicación y en su obra, vamos a intentar desenterrar otros estratos, más -por decirlo así- disciplinares. La ropa tendida en el pabellón de Alemania -esas prendas de toda clase y esas sábanas colgando verticales entre los muros de travertino, de mármol y de ónix-, me trae a la cabeza las teorías de Gottfried Semper sobre el origen de la arquitectura. No exagero. Por un lado, decía Semper, el principio primero de toda la cultura humana es el tejido -el nudo, la guirlanda, la cenefa-; por otro, en el inicio de la construcción está la pared, pero no considerada como soporte, sino como cerramiento. ¿Y cuáles son las primeras paredes, los primeros “cerramientos verticales que inventó el hombre […] confeccionándolos con sus manos”, sino “el redil o el aprisco y el vallado o el cercado, obtenidos enlazando y trenzando estacas y ramas”? A partir de aquí, “la transición del entrelazado de ramas al de fibras vegetales […] y de ahí a la creación del tejido”, no puede resultar, para Semper, más evidente, como no lo fue menos para sus dos más fieles seguidores “modernos”: Adolf Loos y Mies van der Rohe, ambos hijos de canteros y ambos aficionados, como ningún otro arquitecto del llamado Movimiento Moderno, a las maderas lujosas y a los mármoles preciosos. Loos, en particular, resumió las teorías de Semper en lo que llamó el “principio del revestimiento”: lo primero que la humanidad descubrió, viene a decir Loos, fue -nótese lo insuperable de la paradoja- el revestimiento, y, muy en particular, el revestimiento textil –“la manta es el detalle arquitectónico más antiguo”-; sólo después llegaron los muros, los cuales acabaron de fijar la conformación de unos espacios que las telas, los tapices o los cortinajes, ya habían definido de antemano. Los arquitectos modernos, en cambio, obran, según Loos, de forma muy distinta, o exactamente al revés: primero “imaginan” los espacios, después los cierran con muros y, finalmente, eligen los revestimientos.

Mies no glosó nunca de ese modo las teorías del “materialista” Semper -quien recordó toda su vida las barricadas que ayudó a levantar durante la revolución de mayo de 1849 en Dresde como un ejemplo perfecto de muros útiles y, por consiguiente, bellos-, pero viendo las fotografías de la maqueta de su rascacielos de cristal de 1922, ¿no podríamos interpretar sus curvas como la caída de una cortina -o de un “muro cortina”, para ser escrupulosamente exactos y cerrar, de paso, el círculo que une a Semper con los grandes temas de la arquitectura moderna? Y, cuando unos años después, en 1927, Mies y Lilly Reich diseñaron el Café Samt und Seide en la exposición de la moda femenina de Berlín, con esos cortinajes de seda y terciopelo -precisamente- que, exhibiendo sus canaladuras y siguiendo una disposición de planos rectos y curvos enfrentados, envuelven -o, propiamente, visten- los espacios de las mesas y las sillas, ¿qué hacían sino hacer surgir como evidencia incontestable aquel “principio del revestimiento” al que me acabo de referir? Semper hablaba de la “transición” de los tejidos de ramas a los de fibras vegetales y, de ahí, a la trama y la urdimbre de los textiles: ese es el punto al que han llegado Mies y Reich en el Café Samt und Seide. El paso siguiente lo encontramos, por ejemplo, en la casa Tugendhat: el plano semicircular se ha realizado -o, de nuevo, literalmente, híperrealizado- en ébano y el recto en ónix, materiales por antonomasia preciosos, duros, en los que las cualidades táctiles de la seda y el terciopelo son sustituidas por las exclusivamente visuales de la pulchritudo. No es que no haya cortinas, en esa casa, pero está claro que los muros, y qué muros, han “llegado”.

Con todo, la obra que recoge y culmina ese imaginario transcurso que va del trenzado de ramas al entrelazado de fibras vegetales, al tejido y, finalmente al muro, que hace valer en todo su sentido un “revestimiento”, al parecer, siempre anticipado, es el pabellón de Alemania. Alfombras y cortinas, mármoles, travertino y ónix, acero y cristal, muestran, en su simultaneidad, un camino que no es otro que el de la pérdida y borrado de esas manos que, hace ocho mil años, la humanidad usó por vez primera para tejer. Manos cortadas. En algún lugar, no recuerdo ahora dónde, Pasolini decía que cuando muriese el último artesano, el mundo se habría acabado. Muchos años antes de la muerte del propio Pasolini -asesinado por la sociedad-, el pabellón de Alemania ya había puesto el punto final a esa historia terrible. Ciertamente, ese pabellón fue construido para durar sólo unos meses, pero había bastante con mirar con atención a eso que Ángel González definió como una “contracción del cuerpo de Alemania”, para adivinar, en sus fuliginosos destellos, lo que se avecinaba. ¿Cuántos lo vieron? Cuando, años después, fue reconstruido, de lo que se trataba, precisamente, era de no ver, o, aún más propiamente, de olvidar.

Ahora bien, pensando en las teorías del revestimiento de Semper, ¿qué decir de las barracas y, para el caso, de las que aparecen en las fotografías del impreso que Domènec publicó con motivo de su intervención y cuyos ejemplares se apilaban en un palé -o sea, en una base de tablones- a disposición de los visitantes? Lo que vemos son tablones -justamente- y telas, así que se diría que, por causa de algún tipo de inversión histórica -que la Historia nunca ha tenido en cuenta-, el “principio del revestimiento” es el único principio de la barraca. Tablones, telas… y ropa tendida, claro está, siendo a través de esta última por donde el interior se expresa en el exterior, se manifiesta: en la costura, en el retal, en el remiendo, en el nudo, en la pinza, y en el rostro siempre impreso en cada una de las sábanas -es decir, en la llaga. En las casas burguesas, o en las que pretenden serlo, la ropa tendida se aparta de la vista, se relega a los patinejos y las azoteas; en la barraca, bien al contrario, es lo que salta a la vista.

La ropa que Domènec tendió en el pabellón de Alemania -toda ella fabricada por manos cautivas en algún remoto lugar de “oriente”- activa unos recuerdos sin memoria, y desactiva otras ropas tendidas, como la bandera americana que cuelga en el collage con el que Mies representó el interior de su proyecto para el Convention Hall de Chicago de 1954: ropa, más que tendida, “cargada” -muchos se envolverán con ella Muchos años antes, en 1908, Loos ya había “colgado” una bandera americana de vidrio delante de un muro de alabastro traslúcido en la fachada del Kärntner Bar, en Viena: la luz atravesaba bandera y muro para penetrar en el entresijo ambarino de una concepción inmaculada. ¿Y los colores del interior del pabellón de Alemania -el rojo de la cortina, el negro de la alfombra, el amarillo del ónix- no representan, como siempre se dice, bien alegremente, su bandera, ahora sí, perfectamente petrificada? No existen las casualidades.

“Necesito tener una pared a mi espalda”, dijo Mies en una ocasión. Se refería, bien entendido, a una pared sólida como una roca, que no se moviera: a una pared de algún mármol precioso -epítome de idealismo y resumen de eternidad, según la tradición clásica-, o a una bandera, igual de pétrea, la cual, además de no moverse -hablo de su esencia-, impide que nadie lo haga. Domènec deja claro que, más allá de las teorías del revestimiento, la ropa tendida ondea a los cuatro vientos no sólo para secarse: mientras tanto despista, esconde, encubre, enreda, salpica, despeina, inquieta.

Juan José Lahuerta

 

 

 

 

 

 

Souvenir Barcelona

2017
27 postales. 10 X 15 cm.

Edición de una colección de postales que plantean unos «souvenirs» (recuerdos) alternativos al imaginario estereotipado, optimista y amable que presenta la propaganda turística tanto privada como institucional. En una perfecta simbiosis de intereses, durante más de un siglo se ha construido una imagen de Barcelona llena de tópicos: la ciudad culta, moderna, colorista, mediterránea, acogedora…, en definitiva, un parque temático que esconde historias de marginación y miseria, luchas de clases, cruentas revueltas populares y feroces represiones.

Un proyecto producido para la exposición «Ciutat de Vacances».
Una producción de Arts Santa Mònica.

Agradecimientos: Xose Quiroga, Pau Faus, Daniela Ortiz, Ramón Parramón.

Ciutat de Vacances

Ciutat de vacances (Ciudad de vacaciones)
Juan Aizpitarte, Angela Bonadies, Domènec, Idensitat, Left Hand Rotation, Angel Marcos, Neus Marroig Colom, Marc Morell, Ana A. Ochoa, Irene Pittatore, Marina Planas Antich i Arxiu Planas, Miguel Trillo.

Museo di Palazzo Grimani
Ramo Grimani, Castello 4858
30122 Venecia
10 /05 > 07 / 07 2017

Oscurecer. Martí Peran

Texto para la publicación «Domènec. Ni aquí ni en ningún lugar». MACBA; 2018

 

No cabe duda de que la «Dialéctica Negativa» supone una inmersión en la profundidad de la (contra)epistemología que late tras las andanzas de Thomas el oscuro (1) : conocer no es tanto conquistar la facultad de decir las cosas, como la experiencia misma de reconocer la magnitud de lo que en ellas permanece como indecible. En esta perspectiva, la operación adorniana puede resumirse como sigue: frente a la omnipotencia del concepto ilustrado, acuñado como una estrategia para dominar el mundo bajo la tutela de los intereses dominantes, es imprescindible voltear las categorías del programa moderno hasta abrir su lado oscuro – su negativo- para que la razón abandone la lógica del dominio y vuelva a la esfera de la praxis emancipadora. Un ejemplo: en lugar de aplicarnos en consensuar una definición de la justicia ideal, capaz de ser aplicada para todos y en cualquier parte, una aproximación negativa sugiere que la auténtica batalla reside en la acción reparadora de las in-justicias reales. Lo justo no admite una definición positiva puesto que quedaría anclada bajo una determinada razón instrumental; en su lugar, el modo de desplegar la potencia de la idea reside en su reverso, en la realidad acuciante de todas las injusticias que han de ser enmendadas.

Adorno el oscuro confiaba en el arte como último depositario de la negatividad. A su entender, si el arte es capaz de no ceder a la lógica de la mercancía y decide conservarse como arte, entonces estará condenado a desarrollarse fuera de sí mismo para no quedar reducido a la mera categoría de lo artístico. Ese es el extraño perímetro de la autonomía del arte por la que todo le está permitido; incluso desplazar a la razón instrumental y operar como herramienta para devolver a la oscuridad algunas de las más emblemáticas categorías del ideario moderno. El progreso de la Historia, las fantasías sobre Utopía, el sueño de Habitar y los ideales Comunales, han de ser negativizados para reconocer que su potencial no reside en las promesas que contiene cada uno de estos pomposos enunciados, sino en la misma apertura ocasionada por su intrínseca imposibilidad.

1.
Dos trabajos (L’ascension et la chute de la colonne Vendôme, 2013; Monumento derribado; 2014) remiten a la iconoclasia. El derrumbe del monumento bonapartista y su repetición en 1936, cuando se destruye en Barcelona el monumento del General Prim, evocan episodios de antagonismo político focalizado sobre los imaginarios del poder; sin embargo, el acto de iconoclasia comporta un fondo más revelador: la producción de un vacío que suspende el curso la historia. El monumento aspira a ser un garante de la linealidad de la historia; convierte la celebración de determinados pasados como el substrato que sanciona como inevitable el presente y conmemora lo ocurrido como legitimación de las determinaciones presentes del poder. La destrucción del monumento supone pues la interrupción de esta misma linealidad; pero esta disrupción, representa ante todo la manifestación de una potencia destituyente (2) que tiene como objetivo borrar la dirección impuesta a la historia y relevarla por la exhibición de un mero vacío. En la acción de iconoclasia, lo fundamental reside en el intervalo de tiempo que conserva los pedestales vacantes antes de que el nuevo poder constituyente de turno reemplace las figuras derrocadas. Mientras los pedestales permanecen desocupados, la Historia pierde la razón, abdica de su supuesta linealidad y se abre a la oscuridad que permite reformularla con nuevas conjugaciones.

Conjugar la historia fuera de su linealidad no significa el mero giro de contar la historia de los vencidos que no pudieron auparse al pedestal. Llevar la Historia hasta su oscuridad significa restablecer el pasado, incrustarlo en el horizonte del presente para que lo sacuda y lo transforme. Para que la historia deje de legitimar las actuales formas del poder, el pasado ha de regresar para reabrir el conflicto a nuevas oportunidades. Como expuso Benjamin en sus «Tesis», el pasado ha de ser redimido en el interior de un único «tiempo-ahora» (3) que cancela la historia como curso alineado de acontecimientos. Mediante esta contra-historia reaparece la fuerza esclava de trabajo que explotó el fascismo español (Arquitectura española,1939-1975; 2014) y se hace tan contingente como los mismos edificios que levantó; por la misma ecuación, distintas revueltas dispersas en el tiempo irrumpen de nuevo en sus emplazamientos originales (Souvenir Barcelona; 2017) ó se redimensionan las distancias entre sucesos escindidos para tejer nuevos relatos (Interrupcions. 10 anys, 1.340 metres; 2010). El pasado todavía sucede, proyecta su sombra oscura sobre el presente y lo agita. Cuando Mies van der Rohe se vió obligado a trampear la elaboración de la estrella que remataba el monumento a Rosa Luxemburgo, tuvo que despezarla y hacerla portátil con lo que devino un legado que permite transportarla hasta un perpetuo ahora (Den toten heiden der revolution; 2018).

2.
La modernidad consensuó una comprensión de la Belleza como Concinnitas: la absoluta adecuación entre las partes. Bajo este prisma, lo bello se identifica con aquella composición que no admite modificación puesto que cualquier adición o sustracción supondría un deterioro de su perfección. Esta belleza ideal de completa armonía puede traducirse en clave moral (Decoro) pero también alimenta la especulación sobre una posible belleza política: la Utopía. La utopía puede concebirse como la descripción de una concinnitas política mediante la cual, la compleja forma social resuelve una feliz correspondencia entre todas sus partes que no puede ser alterada. El falansterio fourerista, con su organización matemática, es un perfecto ejemplo de esta lógica; pero la misma radicalidad afecta cualquier otra tentativa utópica. La Unité d’Habitation de Le Corbusier solo puede operar como eficaz Machine à habiter en la medida que se respeten las consignas que describen como vivir en ella. En Corviale (Sostenere il palazzo dell’utopia; 2004), sin embargo, los habitantes de este complejo residencial, lejos de respetar las reglas, han parasitado por completo el edificio hasta adecuarlo a sus necesidades más prosaicas. El estropicio podría hacernos pensar que se malbarató el potencial utópico, pero ocurre lo contrario: la ruptura de la concinnitas inicial es lo que permite conservar el arsenal utópico más allá de los límites de su primera formalización. Efectivamente, mediante esa indisciplina, los residentes de Corviale se han convertido ahora en los auténticos soberanos de su espacio vital.

Cuando Nozick sugiere que toda utopía es metautópica (4) ; lo que está insinuando es que la función misma de la forma utópica reside en la imposibilidad de llevarla a la práctica, pero que esta misma imposibilidad es lo que permite que el espíritu utópico – el compromiso de no reconciliación con ninguna forma dada de lo real – pueda alentar múltiples realidades. No hay utopía más que en la gestión de la forma perfecta como una suerte de semilla que habrá de brotar de formas imprevisibles que aparecen como contrautópicas en la medida que suponen un abandono del principio de concinnitas. La imposibilidad estructural de la forma utópica es así su lado oscuro que no impide sino que abriga sus mismas posibilidades. La utopía siempre vehicula una promesa, pero lo que conserva en el fracaso de su consumación es la propia potencia de lo prometedor: todo podría siempre ser de otra manera. Las llamas del Viaje a Icaria (Voyage en Icarie; 2012) tan pronto señalan la fugacidad de las fantasías de Cabet como inflaman de nuevo las mismas ilusiones.

La dimensión de la paradoja utópica solo puede formularse desde la dialéctica negativa: su misma perfección irrealizable es lo que puede hacerla efectiva en un aquí y ahora no utópico. De ahí que la verdadera geografía de utopía resida en la tensión entre el ningún-lugar de su formulación idealizada y el escueto aquí que ha de ser permanentemente transformado (Here/Nowhere;2005). En esta perspectiva, las operaciones de desplazamiento de determinadas formas utópicas hacía el valor de uso (Existenzminimum, 2002; Taquería de los vientos, 2003; Playground (Tatlin en México),2011) lejos de contradecir la legitimidad de los ficciones que ponían en juego, la renuevan sobre el plano de la vida doméstica: habitar, comer y jugar no desmienten Utopía sino que la consuman como su propia (des)realización.

3.
Adorno sentenció que «ya no es posible lo que se llama propiamente habitar (…). La casa ha pasado» (5) . Antes fue Mies van der Rohe quién se expresó de forma idéntica: «La casa de nuestro tiempo no existe» (6). La carencia a la que se refieren no remite a un problema de tipologías arquitectónicas, sino a la imposibilidad de levantar aquello que Heidegger denominó una «morada» (7) : allá donde se consuma el acoplamiento entre el sujeto y el mundo. El sueño de Habitar que articuló la modernidad, en efecto, interpreta el fuego del hogar como la oportunidad para cifrar el lugar propio. En el caso de Adorno, la cancelación del hogar responde al exceso de barbarie que demostró la modernidad con el Holocausto. Tras el estrepitoso fracaso del proyecto moderno como horizonte de emancipación, ninguna de sus consignas instrumentales merece confianza alguna: el sueño de Habitar no es más que una paráfrasis de la vocación de dominación. Para Mies, la casa de nuestro tiempo no existe porque las propias condiciones de la vida moderna exigen abandonar viejas categorías y encumbrar, frente a la figura del habitante, la contrafigura del «inhabitante» (8) : aquel que ya no reside sino que transita, aquel que ya no habita sino que merodea. En lugar del hogar como centro neurálgico para una vida propia, ahora es menester Vivir sin dejar rastro (2009) y Sans Domicile Fixe (2002).

El sueño de Habitar inicia pues su declive por imperativos históricos; pero estos solo suponen el inicio de su oscurecimiento. Por el momento asistimos a la necesidad de corregir las coordenadas que abrigaba la idea de la Casa con un carácter todavía prospectivo; solo es necesario des-localizarla y reconocer que el amparo que ha de garantizar puede conllevar incluso un cierto desarraigo: la misma movilidad puede concebirse como un lugar, aunque sea vulnerable e inestable (Unité Mobile (Roads are also places); 2005) y, a su vez, las unidades habitacionales quizás deban plantearse en una clave precaria y portátil para garantizar el mínimo coeficiente de confort (Existenzminimum, 2002; Superquadra casa-armário 2009; Sakai Shelter, 2016); pero lo fundamental es que esa exigencia de hogar, una vez «trocada en la simple adecuación de un refugio» (9) , acelera su declinación: 24 hores de llum artificial (1998) reproduce una habitación del Hospital de Paimio, pero el original de una habitación hospitalaria y luminosa ha sido suplantado por una estancia ciega e inhóspita.

Una casa móvil todavía alberga; la casa ciega, ya no lo es de nadie. Pero ¿quién es ese nadie? El verdadero negativo del sueño de Habitar no es la fragilidad con la que el mismo sueño podría habilitar un refugio, sino en la dirección única que señala esta casa trastocada: la figura del refugiado. El fondo oscuro del propósito de morar se materializa en su radical imposibilidad tal y como la encarna el refugiado. El refugiado es aquel que, expulsado de su hogar, es arrojado a una zona de anomia (48_Nakba; 2007), una intemperie que lo reduce a «homo sacer» abandonado en el límite de mero ser viviente (10) . El refugiado se convierte así en aquel que, sin lugar alguno, ni puede radicar ni se define por sus posibles desplazamientos, sino que, de forma escueta, des-habita. El refugiado es quién de la casa ocupa, ya no sus estancias, sino su oquedad, los huecos que la desmoronan. Si el in-habitante era quién no habita, el refugiado es quien deja de habitar .Pero esta extrema precariedad, a la par que obliga a idear mecanismos para resarcir sus daños, como propone Agamben, también puede ser concebida como la semilla de una nueva categoría política en la medida que vulnera de tal manera los principios de la soberanía moderna (las relaciones de identidad entre hombre/ciudadano y entre natividad/ nacionalidad) que también la somete a una crisis irreversible. La opresión territorial con la que Israel subyuga al pueblo palestino (Real Estate, 2007; Erased land, 2014; Baladia Ciudad Futura, 2011-2015) ilustra la magnitud de un poder despótico de múltiples consecuencias; pero el efecto des-habitacional que promueve también anuncia la ruina del estado-nación como domicilio del poder.

4.
Las maquetas de distintos modelos de vivienda colectiva se sustentan sobre sillas domésticas (Conversation Piece: Narkomfin; 2013; Conversation Piece: Casa Bloc; 2016) o actúan por si mismas como asientos disponibles para el espectador (Conversation Piece: Les Minguettes; 2017). Siguiendo la estela de los «retratos de conversación”, la propuesta parece transparente: los modelos arquitectónicos para una vida en común se disponen como objetos para una discusión para valorar las desventuras históricas que sufrió cada uno de los ejemplos invocados. Así, el Narkomfin (1928-1932), planeado como el paradigma de la comuna soviética, pronto fue abortado por el estalinismo; una suerte parecida padeció la Casa Bloc (1933-1939), el modelo de vivienda obrera ideado por el GATCPAC que acabó como residencia de los militares franquistas. Por su parte, Les Minguettes, un complejo habitacional de la periferia de Lyon, encarna el fracaso histórico que ha supuesto aplicar a los suburbios urbanos las soluciones arquitectónicas derivadas del ideario moderno. Si el objeto de la conversación que ha de crecer alrededor de estas maquetas consiste pues en hacer un balance de su suerte, entonces es muy probable que el recorrido de estas pláticas sea más bien escaso. Aquello que estas conversaciones ponen en juego no es una retahíla de acontecimientos desventurados; el objeto de la conversación que ha de crecer alrededor de estos objetos arquitectónicos es la misma idea de comunidad y la cuestión de si existen modelos capaces de dar cumplimiento al ideal comunal.

Las primeras conversaciones sobre los modelos ideales de comunidad las encontramos en los «diálogos» platónicos. La interpretación tradicional de Platón supone que la República perfecta es la gobernada por los filósofos; pero se pasa por alto que en el Libro II, Sócrates no duda en encumbrar como ideal a la Ciudad de los Cerdos, la ciudad pequeña, autosuficiente, basada en la colaboración mutua entre sus pobladores y sin más propósito que satisfacer las necesidades básicas. La intervención de Sócrates está cargada de intención: «me parece a mí que la ciudad verdadera es la que queda descrita, pues es también una ciudad saludable. Mas, si os place, echaremos una mirada a una ciudad hinchada de tumores» (11) . En efecto, solo la obligación de describir una ciudad voluptuosa, compleja, sedienta de bienes materiales y atravesada por toda suerte de conflictos, es lo que obligará a los contertulios a describir otra Ciudad Ideal acorde con estas nuevas exigencias. De algún modo, lo que se plantea es pues una oposición entre la verdadera «ciudad sana», tan pura y armoniosa que no necesita de ninguna estructura política y una ciudad enmarañada que requiere de la política. A la luz de esta consideración, la auténtica ciudad ideal del platonismo sería pues la comuna pre-política, una suerte de no-ciudad previa a la propia constitución de una ciudad.

La vida en común concebida como una ciudad sin ciudad no es más que un modo de reconocer para la propia idea de comunidad su profundidad negativa. Así lo demuestra Espósito en su deconstrucción de la idea communitas : una congregación necesaria entre distintos que, sin embargo, descansa sobre su intrínseca imposibilidad (12) . La comunidad proyecta al sujeto fuera de sí mismo, lo sustrae de la identidad consigo mismo y lo confina en una alteridad que dinamita el carácter absoluto que se presupone al individuo. Solo un alguien singular puede ponerse en común, pero no puede haber comunidad sin que todos y cada uno de sus individuos se disuelvan. La conclusión es tajante: no hay comunidad más que en la consciencia de que no es posible tal congregación comunitaria. Toda comunidad, en su fondo oscuro, es así una comunidad del «defecto» (13) . Cualquier tentativa para corregir esa naturaleza defectuosa – somos la comunidad de aquellos que no tienen comunidad – conlleva una declinación desastrosa, anclada en la voluntad de preservar la integridad de sus individuos que, por ello mismo, degrada la communitas a una ciudad protegida siempre a punto de concretarse en una estructura política totalitaria.

La naturaleza impracticable que caracteriza la comunidad es lo que llevó a Barthes a defender el modelo de la «idiorritmia» – una puesta en común de las distancias – como única alternativa capaz de soportar la paradoja (14) . Sin embargo, si lo comunal conlleva la posibilidad de liberarse del imperativo de cristalizar en una ciudad, en una entidad política que garantice su eficaz funcionamiento para todos, entonces parece factible abandonar el propósito estratégico que obligaba a definir dispositivos jurídicos y soluciones urbanísticas determinadas. Fuera de este marco, la comunidad puede crecer en el espacio de la mera cooperación como fin en si misma, sin necesidad de que la reunión de individuos distintos obedezca a la consecución de un resultado ideal. Lo que Sennet denomina «cooperación dialógica» (15) no es sino esta apertura que se abre en la brecha oscura de la idea de comunidad, un espacio en el que todos nos hacemos más hábiles de lo que éramos en el interior de un marco establecido por más excelente que fuera en su definición. Los voluntarios que aunaron sus fuerzas en la construcción de la Kulttuuritalo en Helsinki (Rakentajan käsi. La mano del trabajador; 2012) no recuerdan tanto el programa que auspició el proyecto como el acto mismo de su reunión, la pura experiencia de sus encuentros y la confluencia de habilidades que entonces se produjo. El conjunto de relatos que nos trasladan los testimonios crece en la derrota política de lo planeado, pero compone una orgullosa partitura coral sobre la fuerza difusa de la pura colaboración (16) .

 

1. Para desmentirnos, véase William S. Allen. Aesthetics of Negativity: Blanchot, Adorno and Autonomy. Fordham University Press. New York, 2016. Véanse: Th.W. Adorno. Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Akal. Madrid, 2005 y M. Blanchot. Thomas el oscuro. Pre-Textos. Valencia, 2002.

2. Utilizamos esta noción según la perspectiva propuesta por G. Agamben (Medios sin fin. Notas sobre política. Pre-Textos. Valencia, 2001).

3. W.Benjamin. Tesis de Filosofía de la Historia (Discursos interrumpidos I. Taurus. Madrid, 1982. p. 188).

4. R. Nozick. Anarquía, Estado y Utopía. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 1988.

5. Th. W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Taurus. Madrid, 1998. p.35 y p.36.

6. Citado por J. Quetglas «Habitar». Restes d’arquitectura i de crítica de la cultura. Arcàdia/Ajuntament de Barcelona. Barcelona, 2017.p.21.

7. M. Heidegger. Construir Habitar Pensar (Baun Wohnen Denken). Oficina de Arte y Ediciones. Madrid, 2015.

8. Noción propuesta por Josep Quetglás (Ob. cit. p.26).

9. Así lo planteábamos en M. Peran. Domènec. 24 hores de llum artificial. Fundació la Caixa. Barcelona, 1998.

10. G. Agamben. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos. Valencia, 1998. p.161.

11. 372e. (Platón. Obras Completas. Aguilar. Madrid, 1981. p. 693).

12. Roberto Espósito. Comunidad, inmunidad y biopolítica. Herder. Barcelona, 2009. Del mismo autor, véase también como la idea de comunidad se plantea, precisamente, como una categoría «impolítica» (Categorías de lo impolítico. Katz Editores. Buenos Aires, 2006).

13. También reconocida como “desobrada” o “inconfesable” : Véase J-L. Nancy. La comunidad desobrada. Arena Libros. Madrid, 2007. M.Blanchot. La comunidad inconfesable. Arena Libros. Madrid, 1999.

14. R. Barthes. Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Siglo XXI. Buenos Aires, 2003.

15. Richard Sennett. Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación. Anagrama. Barcelona, 2012.

16. Véase M. Peran. Potencia de melancolía. A propósito de Rekentajan kasi (la mano del trabajador) en AAVV Relaciones ortográficas (en tiempos de revuelta). Ajuntament de Terrassa. Terrassa, 2017.

Jerusalem ID

2015

DVD, 30’
dirección: Domènec y Sàgar Malé
Guión: Sàgar Malé, Kilian Estrada, Domènec
Cámera: Maria Acázar, Maria Cilleros, Kilian Estrada, Sàgar Malé
Edición: Kilian Estrada
Voz: Mònica Subirats
Producción: Mapasonor
Texto: ‘La cua del monstre’Ariella Azoulay i Adi Ophir
un documental de MAPASONOR
Mapasonor ACD 2015

Icària no és una avinguda

Icaria no es una avenida

Avenida Icària, Barcelona, 2015

Curadora: Andrea Rodriguez Novoa
Curatorial Clube
13.02.15

Icaria es una isla imaginada por el filósofo y socialista utópico francés Étienne Cabet en su libro « Voyage en Icarie »(1839), en el que muestra un modelo social antágonico al capitalismo. Uno de los seguidores catalanes de este proyecto utópico, será el ingeniero Ildefons Cerdá, autor del Ensanche barcelonés y que dio nombre a la Avenida homónima.

Ildefons Cerdà, admirador, más o menos en secreto, de las ideas utópicas de Cabet, en recuerdo de esta comunidad, en su Plan urbanístico de Barcelona —que en definitiva era una propuesta igualitaria— previó llamar Avenida de Icaria a la vía antes llamada Camino del Cementerio del Poble Nou; incluso en algunos dibujos y planos señala toda una gran zona del Poble Nou bajo el nombre de Icaria.

···········

A las 12:30 de un sábado nos damos cita en el cruce de la Avenida Icaria y la calle Marina de Barcelona. Recogemos algunas piedras en la inmediaciones y a las 13:00 empezamos un recorrido de la avenida hacia el Cementerio General de Barcelona, en Poble Nou. En el camino el artista distribuye trescientas fotocopias A4 en blanco y negro que versan: 

« Icària no és una avinguda.
https://voyageenicarie.wordpress.com ».

Bajamos la Avenida de nuevo hasta el punto de origen observando las copias depositadas. Algunos papeles aguantarán ahí hasta un día laborable, otros se quedarán, algunos ya han empezado a volar. Son las 15:15.

Domènec. Doméstico. Manuel Guerrero

Texto para la publicación Domènec. Domèstic. (Ajuntament de Lleida, Patronat de Cultura de Mataró i ACM, 2001)

 

Vivir entre ruinas. Vivir entre objetos, en espacios propios y ajenos. Construir sobre las ruinas de la historia. ¿Abolir el error y el horror? ¿Construir sobre los proyectos de la modernidad? Volver a empezar cada vez. ¿Construir sobre la pobreza, sobre el silencio y el vacío? Ninguna estética sin ética. Del desierto de la ciudad después de la batalla, Berlín arrasada por las bombas, magistralmente fijada por Roberto Rosselini en Germania, anno zero (1947), en la opulencia de la ciudad contemporánea de la especulación cotidiana, por ejemplo, la Barcelona de la devastación de la memoria, fielmente documentada por José Luis Guerin en En construcción (2001). Las transformaciones del espacio urbano, los cambios de las formas de la vida cotidiana, borran la memoria moral de la historia colectiva, pero también de las vivencias particulares, la presencia muda de los objetos cotidianos, el rastro invisible de las costumbres públicas y privadas. En el paisaje devastado de nuestra memoria, individual y colectiva, la presencia de la arquitectura y de los objetos cotidianos, del espacio interior, del espacio doméstico, ocupa un territorio primordial en la construcción de nuestro imaginario personal, en la construcción de nuestra vida en común. «La arquitectura es el auténtico campo de batalla del espíritu», escribía Ludwig Mies van der Rohe, en 1950.

En una escena de Ordet (La palabra) (1955), el gran poema cinematográfico de Dreyer, Johannes, el loco, el místico —que con su fe hará posible el milagro de la vida—, en una conversación con el pastor, perplejo, que entra en la casa de Borgen, afirma: «Soy paleta… Construyo casas, pero los hombres no quieren habitarlas… Quieren construirlas ellos mismos… Pero no pueden aunque quieran. Y por eso algunos viven en cabañas a medio hacer… otros en ruinas… pero la mayor parte erran sin casa ni hogar.»

En torno a la fecha en que Dreyer rodaba Ordet, en agosto de 1954, Heidegger, que se había mantenido en silencio ante la barbarie nazi, terminaba un volumen, Conferencias y artículos (Vorträge und Aufsätze), en el cual, entre otros escritos, daba a conocer el célebre texto «Construir, habitar, pensar» (Bauen Wohnen Denken), procedente de una conferencia pronunciada en 1951. En él afirma el filósofo: «La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho que los mortales primero han de volver a buscar la esencia del habitar, que han de aprender primero a habitar.» Porque tan sólo si somos capaces de habitar podemos construir.»

Por las mismas fechas, Maurice Blanchot, en L’espace littéraire (El espacio literario) (1955), escribía que, en la obra literaria, en la obra de arte, el desvelo de la verdad no nos lleva a la iluminación, a diferencia de lo que afirmaba Heideggaer, sino a la oscuridad, al desierto del nómada, al errar sin fin, al anonimato del no-lugar. Cabañas en el desierto.

Puede que sea el cine el arte en el que se ha expresado, de forma más directa y variopinta, la dificultad del hombre para habitar el mundo, de una manera sostenible, en equilibrio con la naturaleza, y manteniendo el diálogo con el otro, siguiendo las formas de vida contemporáneas regidas por la velocidad, la violencia, la usura, el consumismo y la pérdida de las identidades individuales y colectivas. La necesidad de una vivienda, de una casa propia, de un espacio doméstico donde sea posible la intimidad, aunque sea en una existencia nómada, que junto a unos espacios verdaderamente públicos hagan posible un sujeto libre, soberano y solidario, se convierte, en nuestra sociedad entregada al espectáculo, en una de las necesidades primarias del individuo contemporáneo.

Una de las escenas más chocantes del cine de finales del siglo XX es la que ofrece Offret (Sacrificio) (1986), el testamento cinematográfico de Andrei Tarkovski. Se trata de la secuencia de seis minutos que muestra cómo Alexander, el protagonista de la película, incendia y contempla, en silencio, cómo se quema su casa de madera situada junto al mar, en una isla. No se trata de un acto gratuito o nihilista, sino de un verdadero sacrificio. En un gesto radical, solitario, Alexander decide prescindir de todo, incluso de su casa y de su querido hijo, para poder salvar a la humanidad, su familia, de una posible catástrofe universal. La casa de Alexander, la casa de Offret, se constituye en el centro simbólico de la extraordinaria parábola de Tarkovski que denuncia el materialismo y el nihilismo de occidente y reivindica la experiencia espiritual o religiosa, la responsabilidad del individuo, como únicos caminos que pueden alejarnos de la destrucción. Las imágenes inicial y final de Offret que nos muestran el hijo de Alexander regando un árbol seco —símbolo de la fe, según Tarkovski— simbolizan la esperanza en el futuro que quiere transmitir el autor de Andrei Rublev o de Stalker.

Junto a estos ejemplos mesiánicos se erige el sueño utópico del proyecto moderno, de la arquitectura racional, que nos ha legado el arte y el pensamiento del siglo XX, que se ha esforzado en proyectar, con éxitos y fracasos evidentes, una nueva forma de vivir, una nueva forma de habitar, con la voluntad, incluso, de llegar a cambiar la sociedad. Es la tradición del proyecto ilustrado, de la modernidad arquitectónica, representada de manera ejemplar por Adolf Loos, Le Corbusier, Mies van der Rohe o Alvar Aalto, que Domènec ha reivindicado y revisado en algunas de sus obras más notables de los últimos años.

Domènec (Mataró, 1962), con una coherencia y una honestidad admirables, ha centrado su obra artística en la reflexión crítica y lírica sobre las paradojas y los enigmas de la vida actual, de nuestras formas de habitar, a partir de nuestra relación con el espacio y con los objetos. Partiendo de procesos conceptuales de reflexión, Domènec crea una obra pictórica, escultórica, objetual, fotográfica y videográfica que concibe el proyecto del diseño objetual y arquitectónico como una de las construcciones imaginarias más productivas y complejas de la tradición moderna. De los resultados contradictorios y de las múltiples fisuras del proyecto de la modernidad arquitectónica, artística y filosófica, Domènec extrae objetos ambiguos, instalaciones inquietantes y visiones perplejas que nos interrogan sobre los fracasos de las utopías políticas, sociales y estéticas y, a la vez, nos interpelan sobre la miseria espiritual y el absurdo existencial de nuestra vida cotidiana, de nuestra vida doméstica. La enajenación cultural y social del individuo como una de las consecuencias más claras del capitalismo tardío en el mundo occidental se convierte en una de las ideas más constantes de la obra de Domènec.

De forma intuitiva y progresiva, y gracias a las posibilidades abiertas por el reconocimiento de su trabajo, Domènec ha ido ampliando el espacio de su exploración artística, desde la creación de pinturas y de esculturas de tamaño reducido hasta la construcción de espacios transitables o de instalaciones de medidas considerables.

Durante la década de los noventa Domènec se ha concentrado en el campo escultórico, siempre desde una práctica muy original, trabajando principalmente a partir de series de obras de pequeñas dimensiones que han ido expansionándose. Caracterizadas por su sensualidad táctil y formal, las esculturas de las series Freeze (1994-1996), construidas con madera y clavos, sorprenden por su capacidad de crear fascinación al mismo tiempo que rechazo o, incluso, repulsión. Como los fetiches de las culturas africanas, las esculturas de la serie Freeze no nos dejan indiferentes. Estas obras cuyas formas orgánicas abstractas provienen del inconsciente o nos recuerdan formas animales u objetos cotidianos, como larvas o cojines, constituyen esculturas monocromas, de un blanco roto, recubiertas, en algunos casos, de clavos o pinchos, como cactus, erizos o erizos de mar.

Las obras de la serie Freeze provocan, voluntariamente, distancia, frialdad. Son esculturas ambiguas, entre el objeto cotidiano y el fetiche, que por su acabado artesanal y sus formas orgánicas se distancian igualmente tanto de las piezas de tipo minimalista como de los objetos de origen conceptual. Estas características se acentúan aún más en la serie Híbrids (Híbridos) (1996-1998), esculturas también de madera, torneadas manualmente, igualmente monocromas, blancas, en las que se confunde el posible carácter funcional o estético del objeto. Híbridos, objetos enigmáticos, que empiezan a mostrar agujeros, o a abrirse en el interior hasta formar espacios habitables. Piezas que nos evocan la idea de nido, la idea de caverna, la idea de útero materno. La incomunicación, el aislamiento que parecían transmitir las obras de la serie Frezze, empieza a matizarse en las piezas de la serie Híbrids, como si quisieran abrirse al espacio, al posible diálogo con el otro.

El rostre aliè (El rostro ajeno) es el título de dos piezas diferentes que, a mi entender, marcan unos hitos en la evolución de la obra de Domènec. Como resultado de un taller con el artista portugués Cabrita Reis, en el año 1994 en Montesquiu, Domènec realizó una instalación efímera con el título de El rostre aliè. Se trataba de una construcción rectangular de madera ubicada al aire libre, en la intemperie, vacía en el interior, pintada de blanco, en la que sólo destacaba la aparición de una repisa, también pintada de blanco, que no sostenía ningún objeto o cosa. Como un templo laico al vacío, como un antimonumento, El rostre aliè (1994) es la primera intervención escultórica con estructura arquitectónica de Domènec. La apertura al diálogo, al rostro del otro, sin embargo, no parece ser el objetivo funcional de esta construcción, que tampoco se convierte en un confesionario o en un espacio para la meditación transcendental. Con el mismo título de El rostre aliè, en 1997, Domènec creó una escultura que tiene forma de máscara pero que no tiene aberturas para los ojos o la boca y que hay que situarla en la pared, de forma que si alguien se pusiera la máscara ¾como ha mostrado el mismo autor en una serie de fotografías¾ debería ponerse de cara a la pared. Es la imposibilidad del diálogo, la imposibilidad de la mirada, el rechazo del otro. Pero también, la necesidad de la alteridad. Je est un autre, escribió Rimbaud. Nuestro rostro es un rostro ajeno, el otro soy yo. El diálogo, tal y como nos ha enseñado Freud, empieza en uno mismo. Sin la apertura interior, sin la apertura al otro, no puede iniciarse el diálogo. A partir de esta necesidad de diálogo, de esta necesidad de apertura, se abre el espacio, aparece la arquitectura como lugar, como vivienda, como paraje para el intercambio y para la comunicación, o para la incomunicación, el aislamiento o el silencio.

En un fragmento del significativo texto «Ablèpsia, l’artista cec» («Ablepsia, el artista ciego»), fechado el 1997, Domènec reflexiona a partir de un retrato fotográfico de Buster Keaton, el cual aparece sentado con las dos manos abiertas tapándose los ojos. Es un fotograma perteneciente a Film (1964), la única experiencia cinematográfica de Samuel Beckett. Como si se refiriera a El rostre aliè (1994 y 1997), Domènec ha escrito: «La dificultad de entender lo que miramos, la imposibilidad de la mirada. El artista es como un ciego dentro de una cámara frigorífica totalmente blanca, invadido de un febril vértigo, que en un esfuerzo de dudosa utilidad intenta que el arte se convierta en una fina película que empañe el caos, la materialización de un gran agujero. Petit vide grande lumière cube tout blancheur faces sans trace aucun souvenir [Samuel Beckett, Sans]. La ceguera blanca, un no-lugar.»

La serie de fotografías Blanc com la llet (Blanco como la leche) (1998) testimonia la aparición de unas construcciones frágiles y delicadas de formas orgánicas, paralelas a las últimas obras de la serie de Híbrids. Se trata de ampliaciones fotográficas de pequeñas maquetas efímeras, modeladas en plastilina blanca y destruidas después. Son formas totalmente ambiguas que nos pueden remitir a órganos del cuerpo o a viviendas precarias, cabañas de barro o nidos de distintos animales. También podemos evocar las formas irregulares de una caverna. La precariedad y la extrañeza de estos espacios misteriosos y particulares, viviendas elementales y simples, nos hablan de una existencia nómada, a la intemperie, reducida a la mínima expresión. En Höhlenausgänge (Salidas de la caverna) (1989) ¾como ha remarcado Franz Josef Wetz en su estudio sobre el filósofo alemán¾, Hans Blumenberg caracteriza al hombre como un ser visible que escapa a la realidad refugiándose en la invisibilidad de la caverna. La visibilidad de la caverna obliga al hombre a tomar conciencia de su desnudamiento y de su indefensión. «Sólo hay una salida de la caverna ¾afirma Blumenberg¾, la que está en nosotros mismos.»

En medio de una cultura entregada al espectáculo, al simulacro audiovisual de la imagen virtual, abrirse a una nueva mirada crítica, construir de nuevo desde la pobreza, desde las realidades que vivimos. Un nuevo primitivismo, un nuevo humanismo, que sitúa al hombre por delante de la técnica. Si la experiencia del progreso nos ha llevado a la guerra y a la destrucción, la experiencia de la pobreza nos devuelve a la vida cotidiana, al placer de la vida simple y libre. Es lo que experimentó Walter Benjamin en Ibiza y que fijó, en 1933, en el artículo «Experiència y pobreza» unos años antes de su trágico fin en Portbou, en 1940, tal como nos recuerda Vicente Valero en su ensayo biográfico Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, 1932-1933 (2001). «Una pobreza que nos conduce a recomenzar, a repensar de cero, a arreglárselas con poca cosa, a construir con casi nada, sin girar la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Entre los grandes creadores siempre ha habido espíritus impecables que empezaban por hacer tabula rasa,» dice Benjamin en el artículo «Experiencia y pobreza», en el que menciona, por ejemplo, las obras de Paul Klee o Adolf Loos.

Es la tradición de la modernidad, de la vanguardia, siempre recomenzada, que buscó, entre otros caminos, en el retorno a los orígenes, al primitivismo, a lo esencial, la liberación de la academia, la liberación de la acumulación histórica, la liberación de la dependencia de la técnica. Si entre los constreñimientos y las debilidades del arte minimal y del arte conceptual surgió el arte pobre, contemporáneamente a los excesos del arte postmoderno más frívolo ha emergido un arte postmoderno más crítico, y comprometido políticamente, que retoma y reelabora ideas, actitudes y propuestas del arte conceptual, del arte minimal, del arte pobre. Domènec se sitúa, con su obra singular, dentro de este arte postmoderno crítico que, releyendo críticamente la tradición de la modernidad, no renuncia, aquí y ahora, hic et nunc, a construir un espacio habitable, individual y colectivo, desde la pobreza y la lucidez más extrema.

En los últimos años de la década de los noventa, Domènec empieza a trabajar en proyectos que parten de referentes arquitectónicos precisos. La instalación 24 hores de llum artificial (24 horas de luz artificial)(1998-1999) recrea a escala real una habitación del hospital antituberculoso de Paimio (1929-1933), proyecto realizado por Alvar Aalto ¾considerado modélico por su relación abierta con los elementos naturales¾, que se transforma en una gran maqueta de madera a medida real, sin ventanas, donde las camas y los útiles sanitarios se convierten en esculturas monocromas ajenas a su función original, objetos inútiles iluminados en exceso por la luz cegadora de neón que deslumbra al espectador. El proyecto de Aalto de Paimio, en la recreación de Domènec, ya no existe, ha sido borrado, neutralizado, aniquilado. El lugar de Paimio se ha convertido en un no-lugar. La heterotopía se ha convertido en atopía. Domènec nos enfrenta a la transformación del espacio utópico del proyecto moderno en un espacio atópico, sin personalidad, sin vida. Por supuesto la relectura negativa de Domènec no es una crítica dirigida a Aalto, sino a la evolución de nuestra sociedad que ha cegado, ha anulado, ha desvirtuado el proyecto arquitectónico moderno. Como si Domènec releyera a Aalto a partir de Beckett y como ha afirmado Martí Peran en el texto «24 hores de llum artificial. Després d’Alvar Aalto» (1988): «la instalación, a pesar de la sombra precisa de Aalto, podría ser perfectamente la habitación donde agoniza Malone.» ¿Hemos acabado viviendo en una clínica clónica universal?

Un lloc (2000) e Ici même (dentro de casa) (2000) comparten la presencia de una maqueta, y la fotografía de esta maqueta en el bosque, de una de las obras más conocidas de Le Corbusier: la Unité d’habitation de Marsella (1947-1952). El emblemático edificio de habitáculos proyectado por Le corbusier en Marsella ¾que plantea crear rigurosamente una nueva forma de habitar y de constituir verdaderas comunidades¾ convertido en mueble-maqueta (también podría ser un mueble-bar) de madera pintado de blanco, se convierte en el fetiche, el bibelot, el centro ausente de una habitación individual en la instalación Un lloc. Junto a la maqueta de la «Unité d’habitation», una cama, una silla y una estantería conforman un mobiliario austero y monocromo reducido a la mínima expresión. El contraste entre la presencia del mueble-maqueta y la ausencia de diálogo con los otros elementos inexpresivos de la habitación, plantea la inversión del lugar propio, del espacio privado, en el no-lugar del espacio impersonal de la contemporaneidad.

¿Qué está haciendo la maqueta, simplificadora y banalizadora, del edificio de Le Corbusier en la instalación Un lloc? Es cierto que ¾como explica Stanislaus von Moos en su biografía sobre Le Corbusier¾ el arquitecto suizo parte formalmente de la idea de una caja de botellas. Las viviendas separadas se colocan dentro de la estructura de hormigón armado lo mismo que las botellas en una caja. Pero Domènec no está tan interesado en la riqueza y la complejidad formal y estructural de la obra como en el carácter paradigmático del edificio a la hora de plantear un proyecto utópico de vivienda, como emblema de la modernidad, como proyecto estético, político y social.

En la obra Ici même (dins de casa) (2000) la fotografía de la maqueta de la «Unité d’habitación» se ha convertido en un simple reclamo icónico situado en el espacio reservado para la publicidad dentro de una marquesina para una parada de autobús. Incluso Domènec ha editado serigráficamente la imagen de la maqueta del edificio de Le Corbusier, fotografiada en el bosque, para convertirla en la simulación de un anuncio publicitario que se ha situado en distintos opis en intervenciones urbanas planteadas en Mataró y Banyoles. La recreación del emblema de la modernidad se ha convertido en una marca, un logotipo, un simple reclamo propagandístico sin ninguna finalidad real fuera de la autorreferencialidad crítica que propone el proyecto de Domènec. Como una ruina postmoderna, como un barco a la deriva, la imagen de la modernidad que nos ofrece Domènec es francamente pesimista: entre la pura propaganda y el parque temático se levantan los restos del naufragio de la modernidad. Ante la banalidad y el simulacro, sólo una arqueología del saber, una mirada profunda y crítica, nos puede devolver, aunque sea con veraz escepticismo, el espíritu de la utopía.

 Como precedente de la obra y la intervención urbana Ici même (dins de casa), Domènec realizó en Benifallet, en el marco del proyecto de exposición Segona estació (Segunda estación), la instalación Ici même (1999). El mismo prototipo de marquesina proyectado para Ici même (dentro de casa), de madera, pintada de blanco, con un banco alargado para sentarse y un techo para proteger al usuario de las inclemencias del tiempo, se situaba en medio del campo, en un lugar donde no existe ninguna línea de transporte. La diferencia está en que el espacio luminoso reservado a la publicidad está vacío, tan sólo proyecta luz blanca al espectador. Ici même, aquí y ahora, hic et nunc. Domènec creaba un lugar, un espacio donde se interrumpía el tiempo, un espacio nuevo para la relación, para el intercambio, para el diálogo, para la conversación, para la contemplación, que incluso, por su luminosidad, se utilizó de noche en más de una fiesta popular, tal como documentan varias fotografías y vídeos. Este lugar público se convertía también en un no-lugar, en un espacio en blanco, vacío, sin ningún tipo de leyenda o imagen incorporada. Un espacio disponible, un espacio libre.

El profundizar en las teorías situacionistas o en las ideas de Michel de Certeau, el autor de L’invention du quotidien (1980), o de Nicolas Bourriaud, el autor de Esthétique relationelle (1998), ha enriquecido, en los últimos años, la obra de Domènec, el cual ha ampliado la dimensión política y social de sus proyectos, ha trabajado con nuevos medios y ha planteado, por primera vez, intervenciones en el espacio público.

 El vídeo Amb el fred dins de casa (Con el frío dentro de casa) (2001), nos muestra cómo se llena de leche un vulgar vaso de vidrio y cómo una mano coge el vaso para engullir a continuación el líquido. Se trata de un vídeo sin fin, grabado con una sola cámara fija, de una austeridad técnica total. El sonido aumentado de esta operación cotidiana y la repetición infinita del gesto anónimo de llenar el vaso de leche y bebérsela nos ofrecen una lectura ambivalente y ambigua. Por un lado, nos hace pensar en la necesidad de valorar con más profundidad nuestros actos habituales, nuestros gestos cotidianos; por otro, nos enfrenta a la repetición y a la banalidad de nuestra vida. Como el recuerdo chocante del vaso de leche engullido cada mañana, la memoria y la presencia de los hechos aparentemente más simples y más insignificantes forman parte también de nuestra experiencia profunda que conforma nuestro presente y nuestro futuro.

Como silentes testigos de una existencia única y enigmática, las obras de Domènec se nos aparecen com objetos antropológicos, como lugares antropológicos o como reflexiones antropológicas sobre el presente desde el campo del arte. El interior y el exterior, la casa y la calle, antes que el taller, la galería o el museo, se convierten en lugares en los que se proyectan las obras de arte. Como el espacio sin habitar que crea la casa quemada de Offret (Sacrificio), la película de Tarkovski, Domènec piensa en la obra de arte como un continuo volver a empezar desde el blanco, desde el vacío, desde la nada. «En la realidad concreta del mundo de hoy, los lugares y los espacios, los lugares y los no-lugares se entrelazan, se interpenetran», afirma Marc Augé en Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité (1992). Construir el lugar del arte es abrir el espacio del pensamiento, profundizar en la complejidad de la existencia; ampliar las libertades, individuales y colectivas; preservar los espacios de la intimidad, las singularidades de los lugares y de las culturas; y, a la vez, liberar los espacios, los lugares y los no-lugares, de las fronteras políticas, económicas, sociales y culturales que fijan los mapas físicos y mentales de nuestro mundo.

Manuel Guerrero

Monthly Archive:
septiembre 2024
septiembre 2023
abril 2023
diciembre 2022
noviembre 2022
abril 2022
febrero 2022
agosto 2021
julio 2021
enero 2019
diciembre 2018
noviembre 2018
octubre 2018
septiembre 2018
julio 2018
junio 2018
abril 2018
marzo 2018
febrero 2018
enero 2018
noviembre 2017
octubre 2017
julio 2017
junio 2017
mayo 2017
abril 2017
febrero 2017
diciembre 2016
noviembre 2016
octubre 2016
julio 2016
junio 2016
mayo 2016
marzo 2016
noviembre 2015
septiembre 2015
julio 2015
junio 2015
abril 2015
marzo 2015
febrero 2015
enero 2015
diciembre 2014
noviembre 2014
octubre 2014
septiembre 2014
agosto 2014
julio 2014
junio 2014
abril 2014
marzo 2014
febrero 2014
enero 2014
diciembre 2013
noviembre 2013
octubre 2013
septiembre 2013
agosto 2013
junio 2013
mayo 2013
abril 2013
marzo 2013
febrero 2013
enero 2013
noviembre 2012
octubre 2012
septiembre 2012
agosto 2012
julio 2012
junio 2012
mayo 2012
abril 2012
marzo 2012
febrero 2012
enero 2012
diciembre 2011
noviembre 2011
octubre 2011
septiembre 2011
agosto 2011
julio 2011
junio 2011
abril 2011
febrero 2011
enero 2011
diciembre 2010
noviembre 2010
octubre 2010
septiembre 2010
agosto 2010
julio 2010
junio 2010
mayo 2010
abril 2010
marzo 2010
febrero 2010
enero 2010
noviembre 2009
octubre 2009
septiembre 2009
agosto 2009
julio 2009
junio 2009
mayo 2009
abril 2009
marzo 2009
diciembre 2008
noviembre 2008