Acumulación por desposesión y paradigma «securitario». Domènec y la captación del ethos postmoderno. Jordi Font Agulló

“[…] No se debe construir una muralla recta sino ondulada”

Flavio Vegecio Renato, Compendio de técnica militar, siglos IV-V

 

“[…]como el mundo social está enteramente presente en cada acción ?económica?, hay que recurrir a instrumentos de conocimiento que, lejos de cuestionar la multidimensionalidad y la multifuncionalidad de las prácticas, permitan elaborar modelos históricos capaces de dar razón, con rigor y minuciosidad, de las acciones y de las instituciones económicas tal como se ofrecen a la observación empírica. […]”

Pierre Bourdieu, Las estructuras sociales de la economía

 

“[…] Nuestra sangre se encuentra fuera de la ley, puede derramarse, pueden matarnos, masacrarnos, con una impunidad total.

Yitskhok Katzenelson, Le chant du peuple juif assassiné

 

“[…] Sombría será la noche…escasas las rosas.”

Mahmud Darwish, Menos rosas

 

1. En Palestina desde el año 1948, momento en el que se creó el Estado de Israel, está sucediendo algo muy significativo, que va más allá de este pedazo de tierra y que ha ido adoptando el cariz de una disputa de gran transcendencia, como mínimo en el ámbito del mundo occidental. La contienda entre los antagonistas es de una dureza extrema y cada vez queda menos espacio para el diálogo. Incluso la compasión, si es que en alguna ocasión estuvo presente, ha desaparecido completamente. En este sentido, los últimos despliegues a gran escala del Tsahal (el ejército regular israelí), tanto en territorio libanés durante el verano de 2006 como en la franja de Gaza a principios de 2009, confirman el predominio de una lógica belicista que hace muy difícil el hecho de llegar a unos mínimos acuerdos de paz entre israelíes y palestinos. La convivencia entre estos dos pueblos parece condenada para siempre a un estrepitoso fracaso. En realidad, se trata de una antigua enemistad de casi un siglo que tiene su punto de partida en el planteamiento, por parte del nacionalismo sionista, de un retorno a la hipotética patria perdida: el Israel bíblico de la antigüedad. Cuando se empezó a hablar, por parte de los promotores del sionismo, de una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra, entonces estallaron, como no podía ser de otra manera, los conflictos.

Como bien es sabido, Palestina, a pesar de su baja densidad de población, durante la década de los años cuarenta del siglo XX no era, precisamente, un espacio despoblado. Bajo el dominio imperial británico, los palestinos, en su gran mayoría árabes de religión musulmana, ya compartían mal con grupos cada vez más numerosos de judíos llegados de todo el mundo los exiguos recursos de un lugar productivamente muy limitado. Este litigio alrededor de la escasez reinante subió de tono después de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente a raíz de las consecuencias que comportó uno de los episodios más horrorosos asociado a la devastación bélica: la Shoah o destrucción del pueblo judío en Europa. Después de todas aquellas penalidades aún aumentó mucho más el deseo por parte del pueblo judío de pisar aquella supuesta tierra prometida. La carga simbólica creció exponencialmente en la medida en que el lugar mítico también se convirtió en el lugar efectivo de acogida de miles de supervivientes de la política antisemita genocida llevada a cabo por el nazismo. A pesar de que cuantitativamente la inmigración más significativa fue la de los judíos del propio Oriente Próximo y el norte de África, la llegada de barcos atestados de judíos liberados hacía poco tiempo de los campos de exterminio y de los guetos que se extendían por el Este europeo tuvo —a causa del efecto emocional que arrastraba el genocidio perpetrado por los nazis— un carácter fundacional. Efectivamente, en el año 1948 nació el Estado de Israel. Pero la edificación de aquel nuevo ente político, administrativo y también militar no se materializó de manera fluida y pacífica en una tierra sin pueblo, tal como se promulgaba propagandísticamente desde las posiciones sionistas más doctrinarias, sino que todo aquel proceso se convirtió en una nueva historia de violencia.

No obstante, la comunidad internacional vencedora lo consintió e, incluso, contribuyó activamente a ello, en especial Estados Unidos cuando unió la existencia de Israel a sus intereses geopolíticos. Al fin y al cabo —y algunos estudiosos del pleito palestino como Norman G. Finkelstein lo mencionan fundamentadamente—, tanto en el período de entreguerras como durante y después de la Segunda Guerra Mundial podía ser habitual, y no precisamente condenable, el uso de métodos como el desplazamiento forzoso de personas con el objetivo de resolver los conflictos étnicos. A pesar de aquella aparente y consentida normalidad, lo que tuvo lugar sin ningún tipo de dudas fue un terrible capítulo de dolor, desarraigo y exilio que afectó a una proporción considerable de la población palestina autóctona. Es el año de la Nabka (la desgracia o la catástrofe), tal como lo llamaron los palestinos de manera justificada. A la larga, ni todo el sufrimiento ingente de los judíos en Europa ha podido compensar el traumatismo que causó la fundación del Estado de Israel. Algunos historiadores israelíes revisionistas, como es el caso de Ilan Pappé, han desmontado el mito fundacional y le han dado la vuelta con argumentos muy sólidos. Las nuevas investigaciones vinculan la refundación nacional israelí —dejando de lado la recreación mitológica de un pasado perdido presente en todos los procesos de construcción de las naciones— a episodios deshonrosos de violación de derechos humanos fundamentales, incluso tan abominables como la misma limpieza étnica.

 

2. Cabe considerar, pues, que la fundación del Estado de Israel no estuvo inducida sólo por el sufrimiento de la persecución nazi, aunque sí fue un elemento que la precipitó y, en cierta manera, legitimó. Tanto fue así que el hecho de engendrar otros sufrimientos sobre el pueblo que vivía y trabajaba en aquel rincón del Oriente Próximo desde hacía siglos no supuso, en primera instancia, ningún impedimento moral para la empresa sionista. Del recorrido histórico del Israel moderno, resulta un hecho muy significativo —por su controversia y las repercusiones ligadas a él— que las víctimas —seguramente las víctimas por excelencia del siglo XX— hayan engendrado otras víctimas perennes que deslegitiman la viabilidad del Estado y que lo sitúan en guerra y movilización permanente. A partir de este cúmulo de circunstancias históricas ha surgido una organización estatal con unas peculiaridades que la ubican en la vanguardia, entre otras cosas, del tratamiento, el invento y la forja de las memorias colectivas y, de manera particular, también de las últimas formas de gestión y producción del capitalismo global. Israel es una paradoja radical. Tal como señala la historiadora Régine Robin, se trata de una sociedad fragmentada, etnizada y comunitarizada que, al mismo tiempo, es moderna y está vinculada al desarrollo de la alta tecnología y de los media más avanzados, americanizada, mundializada como todas las sociedades occidentales. Seguramente, Israel es un lugar privilegiado para captar este ethos postmoderno donde la modernización más rampante, combinada con el capitalismo más desregulado, convive con elementos identitarios y religiosos regidos por un atavismo sin barreras.

La ceguera, tal como remarca Régine Robin, hace tiempo que destaca en aquel lugar. En efecto, reina una cierta indiferencia sentimental y visual que dificulta percibir a los palestinos y su historia. Todo ello ha conducido —y se ha acentuado en estos últimos meses en los que han llovido las bombas desde el cielo sobre la deprimida tierra de Gaza— a una política opresiva en tota la regla que implica, utilizando las palabras exactas de la misma autora, […] transformación del paisaje, destrucción de las antiguas ciudades y pueblos, reconstrucción de los pueblos y creación de otros asentamientos; todo ello responde a una organización simbólica diferente del espacio, a una transformación radical de la toponimia, a una cuadriculación de las carreteras modernas que no tienen nada que ver con los antiguos caminos. Se trata de recrear el país, de volver a constituir su geografía, de rediseñar el paisaje, de garantizar no sólo el dominio físico, sino también el dominio simbólico. Y a partir de aquí, lo que sigue son las nuevas colonias y asentamientos, la desviación de las redes de canalización y de irrigación, las autopistas de circunvalación, el mallado del territorio y la “bantustanización” de los territorios ocupados. […] Se trata, indudablemente, de una descripción muy afinada de la tesitura en la que se desarrolla, desde hace ya un período de tiempo largo, la apuesta nacionalista israelí. Una apuesta, según otro historiador, Mark Mazower, en la que la planificación espacial ha tenido desde siempre un papel de primer orden y, además, ha contado con unas fuentes inspiradoras que tenían su referente en la escuela alemana de geografía económica de entreguerras. Algo que no es nada extraño si se tiene en cuenta —tal como ya se ha remarcado— que la creencia en el Estado-nación étnicamente puro como vía de solución para la distribución de la población y de los recursos fue una moneda de cambio habitual en los rediseños cartográficos de la postguerra y en muchos procesos de descolonización. Así pues, en este sentido puede decirse que los arquitectos del nuevo Estado israelí no tenían nada de singular en lo relativo a la asunción de unos criterios —discutibles e inhumanos, tal como se ha demostrado— utilizados por muchos otros pueblos. A pesar de ello, sí había una diferencia: la creación de Israel suponía un acto de colonización clásico en un momento de desintegración de los imperios. Todo ello sólo podía llevar al conflicto, a la resistencia tenaz de los sometidos y a la debilidad del sistema democrático.

Curiosa democracia, pues, la de este Estado que se vanagloria de ser el único país de Oriente Medio donde funciona un sistema parlamentario homologable al de cualquier país de la órbita occidental. En realidad, tal como sucede con muchas otras cuestiones, Israel ocupa un escalafón de abanderado dentro de una concepción de la democracia cada vez más en boga y que se caracteriza por la restricción de la participación democrática, por el encumbramiento del individualismo y por el protagonismo central de las élites. El politólogo Sheldon S. Wolin lo ha descrito de una manera muy exacta a partir de la terminología de managed democracy y del desarrollo de la noción de totalitarismo invertido que vendría a significar una connivencia entre la organización estatal, la participación activa y politizada de las grandes corporaciones y la pasividad política acrítica de la mayoría de los ciudadanos. En Israel, en buena medida, se está dando este fenómeno pero con una diferencia que hay que tener en cuenta: el grado de movilización militar a que está obligada una población instruida a partir del cultivo de una cultura del miedo y de la amenaza exterior. En definitiva, una nación en armas desde sus orígenes contra unos enemigos reales y potenciales —la OAP, Hamás, Hezbollah, Iraq, Irán… según los momentos históricos— que pondrían en peligro su integridad territorial y su supervivencia identitaria.

Esta situación de alerta permanente ha colocado a Israel en el ranking de los países pioneros en la generación de tecnologías de seguridad y de protocolos de actuación tanto en conflictos de baja intensidad como en casos de guerra abierta. Estos progresos tecnológicos adquirieron una fuerza inusitada desde los hechos de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, que inauguraron, como es bien sabido, la época de la guerra contra el terrorismo global. De la mano de la política norteamericana desbocada y militarizada, Israel ha confirmado con creces su estatus de laboratorio «securitario» y de sociedad-guarnición, tal como lo llama el comunicólogo francés Armand Mattelart. Como elementos muy ilustrativos de estas prácticas «securitarias», el mismo autor destaca el muro de hormigón (security fence) de ocho y nueve metros de altura con alarma electrónica, reforzado con fosos y alambre de espino en algunos lugares, que está previsto que tenga una longitud de 700 quilómetros, la misma que la “línea verde” en Cisjordania, y que marque la frontera fijada en 1967 durante la Guerra de los Seis Días. La cosas van incluso más allá en lo relativo a la gravedad a causa de que, por ahora, la construcción del muro ya se salta arbitrariamente la línea marcada a resultas del conflicto. Conscientemente, la Administración israelí lleva a cabo una política territorial agresiva y de hechos consumados con la excusa de la protección de las colonias judías que se encuentran dentro de los territorios ocupados palestinos. Con las defensas y las sofisticadas redes de vigilancia que las rodean, estas agrupaciones de viviendas contribuyen a ampliar ilegalmente el territorio israelí y a reducir el espacio vital palestino. Es una manera de proceder que tiene en cuenta la perspectiva de una futura partición de Palestina en dos Estados. De esta manera, Israel, con parte del trabajo ya hecho, se quedaría con la mejor parte del pastel.

Tal como ya se ha señalado, una de las prioridades de quien ostenta el poder político en Israel es, como mínimo hasta ahora, resaltar su carácter moderno y occidental, lo que quiere decir publicitar credenciales y políticas públicas democráticas que, de una u otra forma, encubran el panorama espeluznante que asola el territorio palestino y a sus habitantes desplazados y recluidos en emplazamientos residuales sin ningún tipo de derechos. Estos grandes yermos donde sufre la población palestina son un escollo que está por resolver en la agenda de planificación de una reestructuración territorial que el poder israelí considera inacabada. En realidad, las maniobras de enmascaramiento en las que la cultura juega un papel activo son muy propias del Occidente capitalista, sobre todo desde la década de los años ochenta, cuando las grandes corporaciones privadas y el Estado, con un papel subsidiario, establecieron una estrecha relación. Un vínculo que reunía al patrocinio empresarial con la política pública. En consecuencia, esta unidad conectó, según la investigadora Chin-tao Wu, a las artes y la cultura con el espíritu del libre mercado tan apreciado en la década de Reagan y Thatcher. Pero no sólo comportó esta mutación significativa, sino que también implicó, amparándose en el funcionamiento del sacrosanto mercado, que el arte jugara un rol de merchandising identitario y de consenso. A pesar de todo, cabe señalar que, en algunas ocasiones, en las políticas artísticas institucionales —públicas o privadas— aparecen ambivalencias que abren senderos por los que circulan discursos antagonistas poco simpáticos con el poder instituido.

En una coyuntura tan poco edificante desde el punto de vista moral como es el caso de la de Israel, pues, no resulta extraño que se promueva el intercambio cultural y artístico con otros Estados modélicos, en principio, en relación con los parámetros de definición de lo que se considera una democracia. En este sentido, llevar a cabo intercambios artísticos podría entenderse como un signo de normalidad y, en buena medida, fue a raíz de esta vía que Domènec hizo su primer viaje a Israel en el año 2006. Pero, tal como se ha destacado, dentro de la institución también se producen grietas que permiten que algunos artistas, gestores y comisarios trabajen con libertad crítica y voluntad subversiva. Domènec y sus anfitriones israelíes explotaron, tal como ponen de manifiesto los proyectos realizados, esta rendija. Por otro lado, si se tiene en cuenta su trayectoria en los últimos quince años, tampoco es inusual que fuera a parar a Israel.

De este artista destaca su trabajo alrededor de la crisis del proyecto moderno y las mutaciones postmodernas que han tenido lugar desde el último tercio del siglo XX. Domènec realiza esta elección artística a partir de una concepción cada vez más expandida de la escultura con el uso de dispositivos técnicos y de presentación diversificados en los que el reciclaje protoarquitectónico y el proceso paradocumental juegan un papel preponderante. Así pues, podríamos afirmar que, utilizando la arquitectura como vía de aproximación metonímica, Domènec ha compuesto una verdadera prospección sobre las pretensiones utópicas de la Modernidad. De esta manera, situándose en el terreno de un postmodernismo crítico —que se distingue de aquél afirmativo y claudicante que no hace más que cantar apologéticamente la derrota del humanismo radical y de las propuestas sociales que pugnan por la igualdad—, opta por adoptar un compromiso rebelde que, si bien se interroga sobre las limitaciones de la Modernidad, insiste en mostrar que el orden heredado es más la expresión de un naufragio que no la plasmación de una superación positiva de algo agotado. En definitiva, su posicionamiento crítico le ha llevado a escudriñar en la médula del potencial utópico moderno para reinterpretarlo y reubicarlo. Es decir, con el objetivo de devolverle un sentido dentro del caos sistémico y la fragmentariedad que nos envuelve. Principalmente, ha llevado a cabo esta operación, tal como ya se ha comentado, explorando el potencial transformador y el imaginario utópico que poseyó la arquitectura moderna. Proyectos releídos de arquitectos como Alvar Aalto, Le Corbussier o Mies van der Rohe, por citar sólo a algunos, le han servido, en el pasado, para arrojar luz de manera muy productiva y pedagógica sobre las carencias, las paradojas y las voluntades de cambio que contenía el poliédrico pensamiento moderno. De esta manera, sus relecturas, que se plasman objetualmente en maquetas a menudo descontextualizadas de su marco de origen y funcionalidad, se convierten en espejos de una Modernidad en crisis y de la desorientación postmoderna y, además, relanzan, después de un proceso de despojo de cualquier planteamiento grandilocuente, las virtudes utópicas modernas para ser aplicadas en un contexto cotidiano.

Su viaje a Palestina, invitado a una residencia por un organismo israelí (Jerusalem Center for The Visual Arts), tenía muchas posibilidades de haberle llevado a continuar en esta línea de trabajo. En realidad, un número significativo de arquitectos identificados con el racionalismo terminaron construyendo en Israel. Tel-Aviv es una de las ciudades del planeta que concentra más edificios de estas características. En primera instancia, no parecería contradictorio que el lugar concebido y tantas veces designado como la tierra prometida terminara alojando una arquitectura pensada para mejorar las condiciones de vida de la humanidad, pero si nos atenemos al proceso fundacional de este Estado, a la trayectoria y al momento actual, la contradicción se hace desgraciadamente más evidente. Es más, no resulta nada atrevido afirmar que las tan mencionadas paradojas implícitas en la Modernidad adquieren una visibilidad inusitada en cada una de las acciones israelíes en Palestina. Ciertamente, uno de los lugares del globo terráqueo donde la vía humanista emparentada con el discurso moderno ha mostrado un fiasco más clamoroso es Israel. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que en sus inicios la realidad estatal hebrea tuvo conexiones muy directas con versiones del laborismo y del socialismo. Con todo, como es sabido, ello no evitó el aislamiento forzoso de una gran proporción de los habitantes palestinos que residían en aquellos lugares. Una segregación que no cesa, sino que en la actualidad incluso se acentúa.

Ante este panorama en el que aflora la brutalización de la cotidianidad, Domènec no se quedó impasible. Podría haber sido interesante, pero no bastaba con la fijación de su mirada escrutadora en alguna construcción arquitectónica emblemática. La especulación metonímica alrededor de algún rastro arquitectónico entre tanta injusticia y barbarie podría haber adquirido el cariz de un mero ejercicio formalista, una selección próxima a una especie de repliegue inoperante y despolitizado, tal como diría Dominique Baqué. Domènec, pues, se vio —y continúa viéndose— atrapado y cautivado por un universo vivo y vibrante que expone a la vista la condición última de la política postmoderna. Más aún, podríamos convenir con George Arthur Goldshmidt —periodista citado por Régine Robin en su libro sobre las dinámicas de la memoria en relación con la historia— que en este punto minúsculo del planeta está en juego, quizás, el propio destino de la memoria colectiva occidental. Sin ningún tipo de duda, cabe aseverar que la conducta guerrera y humillante israelí sobre el pueblo palestino difama el recuerdo de la tragedia del pueblo judío en manos de la criminalidad nazi. Como es sabido, Auschwitz pone en una situación de jaque mate al monumento intelectual de la Modernidad, pero también las masacres de Sabra y Shatila o los últimos bombardeos sobre la deprimida franja de Gaza, con todas las distinciones que se quieran, siguen una determinación que sólo puede acabar engordando el oscuro universo de la barbarie.

Llegados a este punto, se cuestionan y pierden peso, incluso, los argumentos esgrimidos por todos aquellos que de la memoria de la Shoah han creado y crean el modelo para erigir una crítica negativa de la vía moderna occidental. Evidentemente, ello no significa que dejen de haber motivos para evaluar con todas sus contradicciones latentes y visibles al proyecto moderno —los orígenes fundacionales de Israel no pueden entenderse de otra manera que no sea en esta clave paradójica de la Modernidad—, pero el verdadero problema empieza cuando aquella memoria de la herida de los campos de exterminio se convierte en un instrumento para justificar comportamientos execrables. La incongruencia moral resulta letal y el recuerdo sublimado de las víctimas se convierte en algo banal, litúrgico y ritual al servicio de una causa que ignora conscientemente la inmoralidad de los medios empleados. Las secuelas son la Modernidad doblemente ultrajada y la manipulación de la memoria del crimen cometido sobre el pueblo judío durante los años de plomo como resultas de la expansión criminal del imperialismo alemán. Un episodio que ha dejado un rastro conmovedor gracias a miles de testimonios y obras literarias excepcionales como, por ejemplo, el largo poema escrito en yiddish Canto del pueblo judío asesinado del poeta Yitskhok Katzenelson, portavoz y emblema del sufrimiento causado por la aniquilación del gueto de Varsovia, que terminó gaseado en Auschwitz. En realidad, éste es el enorme desencanto que nos abruma cuando percibimos la herencia testimonial de la Shoah (edificio cultural humanista indiscutible) manoseada por la conducta a menudo infame del Estado de Israel. En este sentido, y a título individual, es muy significativo el recorrido vital de la superviviente del campo de Bergen-Belsen, Hannah Levy-Hass, madre de la eminente periodista israelí Amira Hass. Esta mujer vio como todos sus mundos se hundían: el asolamiento de la minoría judía en Europa, la implosión del socialismo en su Yugoslavia natal y, finalmente, la gran decepción de su casa de adopción, Israel, que pronto anunció su carácter colonialista.

Por todo ello, y sin dejar de lado otros aspectos ya comentados sobre la organización capitalista de la producción, Israel tiene este vínculo tan estrecho con la condición de la postmodernidad. Israel-Palestina son, en consecuencia, una realidad y una metáfora del terrible callejón sin salida en el que se encuentra el hombre contemporáneo. Con el viaje a Oriente, la obra artística de Domènec ha experimentado un cambio, aunque no en un sentido iniciático neoorientalista y de reencuentro con lo más profundo de la esencia de su ser, sino que debería hablarse de una repolitización de sus procedimientos estéticos. Esta transformación, viva y sin signos de haber llegado a su fin, le ha permitido la captación de las rutas por donde se desplazan la economía política y el capital simbólico de última generación. En consecuencia, el viaje, o mejor dicho, las diferentes estancias en Palestina, lejos del turismo cultural bienpensante, le han ayudado a afinar aún más su procedimiento artístico, que ha pasado de poner de manifiesto las carencias de la Modernidad a desvelar las disfunciones del momento postmoderno en un lugar específico.

 

3. A pesar de que vivimos en una época en la que el hecho de viajar ha degenerado en una actividad consumista y frívola, también es verdad que hay quien extrae de ello unas lecciones apasionantes que procesa en actos creativos y de conocimiento que pueden tener un interés público y general. El dramaturgo inglés David Hare es uno de estos casos. A raíz de una estancia en Israel y en los territorios palestinos en 1997 nació el monólogo Via dolorosa. Una obra de estilo ágil e irónico tal como confirma el siguiente fragmento: “[…] No hay nada que te prepare para el choque físico del paso a Gaza. Un escritor decía que ir en coche de Israel a la franja de Gaza es como ir de California a Bangladesh. Te acostumbras tanto a las autopistas anchas y a la fácil sensualidad de Israel, que es la visión del polvo, un polvo repentino, una tormenta marrón y gigante de auténtica suciedad lo que te avisa de que estás a punto de entrar en una sociedad donde la gente gana exactamente un 8% de lo que sus homólogos ganan en Israel. […]”. Sin lugar a dudas, esta descripción impresionista muestra sobradamente el drama y el deterioro que asola a la disputada Palestina. Domènec, por su parte, sin ir a Gaza pero desarrollando un intenso trabajo a medio camino entre la manera de hacer detectivesca y la deriva situacionista en la ciudad dividida de Jerusalén y en los territorios ocupados de Cisjordania, ha conseguido trasladarnos la inquietante naturaleza que ha adoptado en la actualidad el proyecto económico y político israelí. Tal como es habitual en su obra, con un ejercicio de estilo austero coronado por la distancia crítica y la ironía, perfila un retrato disidente que, no por insólito, deja de aportar una crítica eficaz y accesible.

Para alcanzar su propósito —ya hemos remarcado que en esta ocasión no trabaja alrededor de ningún paradigma arquitectónico concreto o autorial—, el operativo con el que ha desplegado su reapropiación estética ha tenido presentes tres vértices de la sociedad israelí: la seguridad y la guerra; el hecho de habitar asociado a una economía con unos rasgos colonialistas muy singulares, tal como veremos; y, por último, las víctimas y su memoria. Es evidente que el planteamiento expositivo implica una desorientación previa que se transmuta, pero, en un brillante instrumento de reflexión crítica. La vaga recreación de una oficina de propiedad inmobiliaria (Real Estate) con sus hipotéticos materiales promocionales podría parecer una provocación a la hora de enfrentarse a la realidad de una sociedad tan trastornada. No obstante, la incursión del artista en la cotidianidad pone de manifiesto que la actividad económica neutra no existe. Siempre responde a la presencia intensa, tal como subrayó Pierre Bourdieu, del mundo social.

En el caso israelí-palestino, dada la gravedad del conflicto, el mismo hecho de habitar y situarse en el territorio —aunque siempre la tiene en todos los lugares— adquiere una connotación política mucho más fuerte, e incluso se convierte en un acto de violencia colonialista con consecuencias detestables para la gran mayoría palestina desfavorecida. Domènec lo presenta irónicamente para que lo podamos entender, pero la vida real es mucho peor. Es cínica y no hay ningún impedimento al hecho de que en la prensa israelí aparezcan anuncios inmobiliarios que hacen referencia a viviendas que se encuentran dentro de los territorios palestinos ocupados ilegalmente. La venta de estas viviendas es posible y, además, se impulsa como una herramienta más de la estrategia de dominación israelí. Pero llevar a la práctica cotidiana cuestiones como el afianzamiento progresivo de estos asentamientos de colonos que se creen pioneros de una causa mesiánica y, además, hacer que sea viable exige la asunción de una política «securitaria» extrema que tiene unas secuelas catastróficas en el ámbito de la sociedad civil. Es la restricción democrática sin freno, lo cual le confiere, desgraciadamente, un papel modélico. Naomi Klein ha expresado de manera muy cristalina en qué consiste este protagonismo israelí en el campeonato global de la seguridad. Sobre este asunto, la analista canadiense explica lo siguiente: en Sudáfrica, Rusia y Nueva Orleans, los ricos construyen muros a su alrededor. Israel ha llevado este proceso algo más lejos: construye muros que rodean a los pobres peligrosos. Se trata, remarca Naomi Klein, del mejor exponente del capitalismo del desastre. De ninguna manera se trata de retórica anticapitalista. Por ejemplo, hace poco se ha presentado un proyecto de la ciudad de Rio de Janeiro que consistirá en la construcción de un gran muro que circundará los barrios depauperados conocidos con el nombre de favelas.

Esta última definición que apela al desastre sienta perfectamente bien a todo lo que capta Domènec y que nos expone a través de los materiales que complementan y dan sentido a su supuesta oficina inmobiliaria. Por un lado, un documental fragmentado —muy lejos de la linealidad de la narrativa visual televisiva— y ampliado en cuatro propuestas temáticas que reflejan la ruptura cívica y territorial y, por lo tanto, la imposibilidad —a pesar de la existencia de activistas de izquierdas propiamente judíos que buscan una vía alternativa de conciliación— de implantar una cierta cohesión social ante el avance inexorable de un comunitarismo que se fundamenta en la desigualdad y la explotación. Una palabra, esta última, que pierde peso de manera gradual porque, desde la llegada de los judíos de la desaparecida Unión Soviética a principios de los años noventa, a la población palestina ya no se la considera productiva, y aquí reside la singularidad del colonialismo tardío israelí. Tratada como residuo molesto, se la tiene desplazada y ubicada en grandes prisiones que son los mismos territorios ocupados y su presencia se convierte en el pretexto esencial, a través del mantenimiento de un conflicto permanente de baja intensidad, para impulsar una próspera industria de la seguridad. A pesar del desastre, los índices de crecimiento de la economía son enormes, comparables, según Naomi Klein, a los de China e India. El estado latente de guerra constituye la espina dorsal del capitalismo israelí. El mantenimiento de este clímax de tensión se expresa, en opinión de Ariella Azoulay y Adi Ophir, en el equilibrio inestable entre la violencia suspendida cotidiana (es decir, la presencia cierta pero oculta de la amenaza de un hipotético uso de la fuerza) y la violencia espectacular que no presta atención a los medios empleados y que se aplica en algunas situaciones de intensificación de la resistencia de los oprimidos. Además, gracias a la extrapolación planetaria del estado de excepción promovido hasta hace muy poco por la administración estadounidense del ex presidente G.W. Bush, los beneficios no han dejado de crecer.

Por otro, una edición especial, una especie de publicación que se inspira en los suplementos de anuncios inmobiliarios que Domènec convierte en un catálogo que documenta y verifica fotográficamente qué es una sociedad segmentada y prisionera de unas dinámicas económicas sin escrúpulos: asentamientos judíos en barrios árabes y palestinos de Jerusalén, el muro de la vergüenza en construcción, casas palestinas demolidas, campos de refugiados, colonias judías en territorios ocupados, molestos puntos de control (Check points), restos de antiguos pueblos palestinos de antes de 1948. En definitiva, la estridente constatación de que los sectores dominantes israelíes han optado por la vía de una fortaleza futurista que se concibe a sí misma con las facultades suficientes como para asegurarse la supervivencia y la primacía a pesar de estar rodeada de enemigos, caos y la humillación indigna que ella misma produce. El sufrimiento es el negocio: tecnologías de vigilancia, compañías de seguridad, más privatización y restricción de los servicios sociales, industria armamentística y la edificación de un muro sinuoso y ondulado que esté preparado para contornear —y penetrar ofensivamente cuando sea necesario— el territorio de la población considerada como sobrante y no productiva.

 

4. En una canción del compositor Kurt Weill aparece un supuesto espacio utópico, llamado Youkali, que vendría a ser el cobijo de la felicidad y del placer, el país de nuestros deseos que se hunden cuando nos damos cuenta que sólo se ha tratado de un sueño, de una locura pasajera. En Israel, la demencia no es pasajera; es crónica y negativa y, además, se decanta hacia la consecución de una utopía degenerada que podría perfectamente encarnarse en el nombre enigmático de Baladia. En el desierto del Negev, el Tsahal y el ejército de los Estados Unidos experimentan técnicas de lucha contrainsurgente en las calles y las casas de una ciudad-simulacro, Baladia, que es una réplica exacta de una localidad palestina. Éste es el taller, la incubadora de empresas de la época «securitaria». Por desgracia, Israel-Palestina se dirige hacia una polarización extrema. Por un lado, la ciudad-ciudadela y, por otro, la proliferación de los gigantescos guetos segregacionistas en la franja de Gaza y en Cisjordania. El escritor libanés Elias Khoury da en el clavo cuando afirma que los políticos israelíes responsables del confinamiento por la fuerza militar no sólo están olvidando la historia de opresión de su propio pueblo, sino que parece que hayan decidido identificarse con sus asesinos e imponer a los palestinos que se conviertan en los judíos de los judíos. Este último juego de palabras no es, precisamente, una diversión; es una cruda realidad sobre la que Domènec, conjuntamente con Sàgar Malé, ha trabajado de manera sobria y convincente en los planos fijos del trabajo videográfico 48_Nakba. Efectivamente, cinco entrevistas a palestinos que hace ya más de sesenta años que malviven en campos de refugiados dentro de su propio país —¡qué paradoja ser un exiliado en casa de uno mismo!— reflejan la marginación de todo un pueblo y el intento de su aniquilación cultural e identitaria. Una aniquilación que se lleva a cabo a diario mediante la ejecución de un plan sistemático que tiene por objetivo borrar todos los referentes que pueden proporcionar la esperanza de mantener en el presente los vínculos con el pasado reciente perdido. Pero hay más que ello, ya que quedan evidenciadas la agresión y la mutación físicas ejercidas sobre la geografía palestina a través de un proceso de desposesión de los recursos que no tiene otra finalidad que la acumulación capitalista. Se trata de una reorganización espacial, utilizando la terminología del geógrafo David Harvey, que se materializa bajo pautas políticas neoconservadoras dirigidas a la imposición de una lógica territorial de orden y control y bajo los impulsos económicos atizados por la privatización neoliberal en un lugar donde no hay abundancia de recursos. El agua, por ejemplo, es un caso muy explícito de ello. Todo ello ofrece unas enormes oportunidades al complejo militar-«securitario» y se legitima con la máscara esculpida por medio del discurso que se centra en el combate contra un supuesto terrorismo palestino —cuyas acciones también suponen, algunas veces, una violación de los derechos humanos fundamentales— que, por cierto, ya se encuentra incluido en el catálogo global del Eje del mal.

Podría decirse que la incursión en Israel-Palestina ha supuesto la incorporación de una variante en el trabajo artístico de Domènec. Es decir, que al hecho de redimensionar política y filosóficamente el paradigma arquitectónico racionalista, sometiéndolo a una estrategia de desmontaje como vía de acceso a un depurado análisis sobre las insuficiencias de la Modernidad, ha añadido una actitud próxima a la del agitador —que no quiere decir ni menos compleja ni menos reflexiva—. Este gesto queda patente en el protagonismo que se concede a las relaciones humanas y en el establecimiento de conexiones con el entorno social y político que no acepta un presente manchado por el oprobio y la opresión. La prospección de Domènec —entre la investigación urbanística, la sociología y la antropología cultural— no ha ido en la dirección de constituir formas artificiales de vida social, tal como sucede en la mayoría de las propuestas de la estética relacional, sino que tiene la finalidad de mostrarnos documentalmente los vestigios de una arqueología de lo que podría ser un futuro generalizado y presente en todo el mundo, con el miedo y la violencia como fundamentos del orden social. Israel-Palestina es un ejemplo perfectamente creíble de la oscuridad que puede abrazar nuestro futuro y, al mismo tiempo, este binomio ya ha adquirido la amplitud trágica que se deriva del lamento por la perversidad que puede alojar en su seno la condición humana. Es decir, la inquietud que rezuma del hecho, tal como señala Eva Figes en su novela–ensayo, de que el victimismo del pueblo judío pueda justificar actos que causan más víctimas. Lo que tenía que ser un referente moral para la humanidad, el Holocausto, en las garras de los halcones del Estado de Israel corre el peligro de perder la dignidad y de convertirse en un mero instrumento propagandístico.

En referencia al contexto norteamericano, que cabe recordar que a menudo actúa tanto como caja de resonancia como de polo de influencia de las posturas oficiales israelíes, el historiador Peter Novick ha alertado sobre estas banalizaciones simplificadoras que, a su parecer, están muy relacionadas con el hecho de que los judíos de Estados Unidos se hayan encerrado en ellos mismos y con el de que se hayan desplazado hacia la derecha en el marco de la esfera política, lo que les ha conducido a adulterar y tergiversar el peso cultural de la tragedia vinculada a los campos de la muerte nazis. Sin lugar a dudas, las políticas de los últimos gobiernos israelíes hacia los palestinos aún dificultan mucho más las posibilidades de mantener este referente humanista como universal. La combinación de identidad racial y religión con tecnologías de última generación convierte a Israel en la cuna por excelencia del ethos postmoderno. A pesar de ello, de acuerdo con lo que venimos manteniendo, dentro de la Postmodernidad también hay espacio para la disidencia crítica y la resistencia, incluso en los parajes palestinos donde ya no abundan las rosas tal como dice el verso de Mahmud Darwish. Ya hace tiempo que Domènec transita por este camino resistencialista y, por este motivo, no es casual que su estética, tan adecuada para estos tiempos de urgencia, haya operado en Israel-Palestina.

En definitiva, para terminar, sólo añadir, a pesar de que algunos autores continúan insistiendo en ello —sobre todo dentro del mismo mundo cultural judío—, que ya no tiene demasiado sentido calibrar si fue o no pertinente la fundación del Estado de Israel en Palestina en 1948. La realidad del presente se impone y, por lo tanto, el objetivo más importante es convertir en habitable para ambos pueblos aquella porción de tierra. Las dificultades son enormes, quizás imposibles de superar, pero el único camino es la profundización democrática asociada a una transformación del modelo socioeconómico —por otro lado, sólo posible si se produce también en paralelo en un ámbito global— y el entendimiento entre los sectores pacifistas y más progresistas de ambos lados. La continuación de la opción de la fuerza conduce a un cataclismo. ¿Los poderes fácticos israelíes han pensado —tal como sostiene Perry Anderson— qué podría pasar si los países árabes de Oriente Próximo se desembarazaran algún día del dominio neoimperialista norteamericano? Es probable que el cautiverio palestino dejara de existir tal como lo conocemos hoy. Al mismo tiempo, también es prácticamente seguro que se perdería la oportunidad de redefinir a un país con espacios para la democracia y la laicidad. Tal como es perfectamente palpable a diario, las actuaciones israelíes en clave nacionalista radical y sumamente neoconservadoras en el ámbito social son el mejor combustible para sus adversarios más fundamentalistas y reaccionarios. En el fondo, el hecho de que el Estado de Israel se empeñe en cabalgar sobre el paradigma «securitario» y el capitalismo del desastre no puede ser otra cosa que un mal augurio. Es la expresión más transparente de la fragilidad a la que está expuesto.

 

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