Mientras tanto, Domènec… / Juan José Lahuerta
Mientras tanto, Domènec…
Juan José Lahuerta
Texto para la publicación «The Stadium, the Pavilion an the Palace. Domènec, an intervention at the Barcelona Pavilion» editado por la Fundació Mies Van der Rohe, Barcelona 2023
En general, cuando se comenta la obra de Domènec, se la interpreta como una reflexión sobre el fracaso de la vanguardia -en particular de la vanguardia arquitectónica-, la cual habría sucumbido bajo el peso de sus propios planteamientos utópicos. Esta interpretación, bastante común, como digo, parte de una suposición que no suele discutirse, a saber, la de la buena fe de la vanguardia. Sus grandes planes de emancipación de la humanidad, en efecto, se habrían visto frustrados por culpa de una especie de insuperable desajuste entre la ambición de sus proyectos y la miserable realidad de un mundo no preparado para hacer uso de ellos ni, menos aún, para comprenderlos. La historia de la ascensión y caída del Movimiento Moderno, escrita operativamente por sus mismos protagonistas, en la que la ascensión se presenta como una leyenda heroica y la caída, demasiado evidente para poder ser negada, se congela en una espera sin fin, en un eterno cogito interruptus en el que siempre tienen cabida “segundas vanguardias”, “terceras vanguardias”, etc., acaba haciendo de sus arquitectos una especie de colonos o buenos salvajes, no menos ingenuos que aquellos que, sin haber nunca alcanzado a saber porqué el mundo entero estaba en contra suya, encontraron en su nobleza la causa de su muerte -una muerte en general lenta y llena de melancolía-, y de su arquitectura un collar de piedras preciosas cuyo brillo no redime, como se pretendía, pero consuela -al menos a los pocos a los que les es permitida la entrada en los jardines privados de esa “arquitectura moderna”. En definitiva, que las vanguardias arquitectónicas -las “clásicas”, las “segundas”, las “terceras” …- han sido víctimas de la incomprensión de la sociedad, de la historia, del mundo.
Pero basta mirar con un poco de atención los trabajos de Domènec para advertir enseguida que, si muchos de sus comentaristas forman aún parte de esa interpretación legendaria de la historia, él no. Creer en la buena fe de las vanguardias, en la ingenuidad de los arquitectos, vistos siempre como profetas inatendidos cuyas voces claman en el desierto, en la persistencia necesariamente endogámica de una “arquitectura víctima”, no forma parte de sus intenciones, sino más bien todo lo contrario. Las obras del Movimiento Moderno que ha escogido para desarrollar sus proyectos muestran perfiles bien elocuentes: edificios que tenían que dar solución al “problema de la vivienda”, como el Narkomfin y la Casa Bloc; o que se convertían en metáforas de la regeneración de la sociedad a través de la cura literal de sus individuos enfermos, como ocurría en los sanatorios antituberculosos de Paimio y de Barcelona; o que, en el arranque de la Guerra Fría, cuando las fronteras de los bloques aún no estaban del todo trazadas, se exhibían como resultado de algún tipo de nuevamente alcanzada obra colectiva, como en la casa de la cultura de Kallio; o como monumentos -a la III Internacional, a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht– de una nueva era siempre en marcha -esa fue la época de los “movimientos”, el “moderno” entre ellos-, la cual, sin embargo, tal como tiene ya sus mártires, tiene también su arquitectura -o sea, como siempre, sus lastres más pesados: momias y pirámides.
No voy a entrar aquí en la complejidad específica de cada uno de estos proyectos de Domènec, mucho mayor de la que puede deducirse de su mero inventario -en el que ni siquiera he respetado la cronología-, pero sí quiero señalar que el modo en como él mismo los relaciona entre sí, ya debería hacernos pensar en “otra” historia, o, mejor aún en otro “presente”.
A veces, esta relación se produce en forma de círculo que se cierra, como cuando Domènec nos propone un uso terrenal para unas obras cuyo resplandor sólo podía venir de las alturas, producirse en los cielos -unos cielos, bien entendido, sembrados de estrellas de acero. Que un monumento, el dedicado a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, se transforme en un ejemplo de existenzminimum, hace que los extremos de sus preocupaciones se toquen: el solemne bloque de ladrillos del monumento se despoja de sus símbolos, se redimensiona y ahueca para convertirse en un habitáculo que ya señala hacia aquellos otros bloques de viviendas mínimas -Narkomfin, Casa Bloc- que vendrán “después”. Después, digo, porque no tengo duda de que Domènec interpreta la ocupación del monumento como una forma de resistencia frente a la “resolución científica” de la habitación humana. Ésta última, en efecto, lo que propone es que los habitantes lleguen a sus viviendas para aprender a habitar, para ser moldeados por las reglas que las propias viviendas les imponen como comparsas de un habitar abstracto, objetivo, siempre nuevo, pero siempre igual -ese es, ni más ni menos, el modo en que la utopía se consume (literalmente en forma de fuego fatuo) en el mercado-, mientras que la primera, en cambio, exaltando su condición de refugio, su estado sin Estado, perfectamente circunstancial y pasajero, de lo que habla es de la capacidad humana para sobreponerse a cualquier monumento -o sea, a cualquier imposición, a la presencia fantasmagórica de las momias y al peso aplastante de las pirámides- y para “hacerse a sí misma”, sin necesidad de profetas -o de vanguardistas. Este monumento minimizado me trae a la mente aquellos personajillos, siempre harapientos, que pululan entre las ruinas romanas en los grabados de Piranesi: no están ahí, como suele repetirse, para declarar, en su pequeñez, la escala imponente de los monumentos antiguos, sino al contrario, lo que hacen es demostrar la fragilidad de esos mismos monumentos, vencidos por la ínfima raíz de la brizna de hierba que arraiga en sus grietas y, mientras tanto, asaltados y conquistados por unos cuerpos de carne y hueso, esforzados y dolientes -libres-, que se hacen hueco en ellos.
Y, otras veces, esa relación es desarrollada en forma de “montaje dialéctico”, como cuando descubrimos los paralelismos -pero paralelismos que exaltan los contrastes, paralelismos que rechinan- que se dan entre esos ejemplos canónicos de las vanguardias a los que me acabo de referir, y “otros” casos, ciertamente semejantes, análogos, que Domènec ha utilizado en sus proyectos. El más claro es el del polígono de Les Minguettes, construido en los años sesenta en los suburbios de Lyon, puesto directamente en relación con sus antecedentes de los años veinte y treinta -Narkomfin, Casa Bloc-, y al que me referiré inmediatamente. Antes quiero señalar los proyectos que Domènec ha desarrollado en relación con Palestina, y que son los que de una manera más palmaria y, sin duda, más terrible, muestran la violencia intrínsecamente contenida en la disciplina urbanística y la realidad de la arquitectura como “rostro del poder”. Las aspiraciones renovadoras de la arquitectura de vanguardia escogida por Domènec, que se proclamaba construida sobre la tabla rasa de una sociedad “nueva” conformada por esta misma arquitectura, se reflejan dolorosamente en las destrucciones de los poblados palestinos en los territorios ocupados por Israel, que no sólo consistieron en arrasar sus casas y expulsar a sus habitantes, sino en borrar sus nombres, convirtiendo en siniestra realidad -o híperrealidad- ese concepto tan querido por la arquitectura y el urbanismo de vanguardia: el nettoyage. Le Corbusier, por ejemplo, escribió que Adolf Loos, autor de “Ornamento y delito”, “barrió bajo nuestros pies, fue una limpieza [nettoyage] homérica… A través de aquella limpieza [nettoyage] Loos influyó en nuestro destino arquitectónico”. ¿Cómo podrán ser el urbanismo y la arquitectura que surjan del aterrador nettoyage -de esa limpieza en verdad homérica, en verdad correspondiente a un “espíritu nuevo”-, que se hizo con los poblados palestinos si no, sin remedio, modernos? Tabla rasa por tabla rasa, alguien podría pensar, y, en efecto, alguien lo ha hecho, que la confrontación que la obra de Domènec propone entre estos casos -en apariencia- extremos y aquellos otros clásicos, admirados por todos, da por supuesto que los primeros son una degeneración de los segundos, su depravación. Frente a la tabla rasa que resulta de asolar los pueblos palestinos hasta más al fondo de sus cimientos, de borrar sus lugares y sus nombres de los mapas -topografía y toponimia negativas, fantasmales-, la tabla rasa de las vanguardias clásicas sería tan sólo una metáfora, bella si la pensamos en términos de utopía, conmovedora si lo hacemos en términos de fracaso -utopía o fracaso, la banca de los héroes siempre gana.
Sin embargo, el acercamiento que en la obra de Domènec se produce entre el modelo inmaculado y su perversión, no permite pensar en contrarios. Más bien lo que nos dice es que la perversión ya estaba contenida en el modelo: es decir, que el modelo mismo era perverso. ¡Y cómo! En su memoria del proyecto Baladia Ciudad Futura, Domènec se refiere a una entrevista que el arquitecto Eyal Weizman hizo a Avi Kokhavi, comandante e instructor de las fuerzas especiales de intervención de Israel y responsable de operaciones militares como las llevadas a cabo en la casba de Nabus o en el campo de refugiados de Balata, y también arquitecto. Durante la entrevista, Weizman, nos dice Domènec, “constata con sorpresa que las bases teóricas utilizadas por el ejército israelí para desarrollar las nuevas técnicas militares de la guerra urbana se basan de forma recurrente en textos de Gilles Deleuze y Félix Guattari y el situacionismo, entre otros, y se pregunta por el uso de estas teorías críticas como ‘herramientas’ en manos de los pensadores militares”. ¿Sorpresa? Bastaría, para alejar cualquier sorpresa, empezar preguntándose de qué, exactamente, son vanguardia las vanguardias, teniendo en cuenta el modo en que siempre han exaltado la tabla rasa, la abundancia con la que siempre han usado los prefijos de desposesión -de, des…-, erigiéndolos en pilares lingüísticos de sus proyectos ideológicos, o la obsesión fanática con la que han reconstruido retroactivamente la historia, convirtiéndola en una tierra de tesoros lista para su saqueo. La confusión entre “arte y vida” que las vanguardias siempre han proclamado -llamándola “síntesis”-, ¿no tendría en su uso “militar” -al fin y al cabo, de ahí viene, como bien se sabe, el término “vanguardia”- su culminación? La vanguardia sería, en efecto, la continuación de la “vida” por otros medios -aunque hay que decir que esos medios son los de la muerte. Ante semejante “sorpresa” no puedo dejar de pensar -y se trata tan sólo de un ejemplo entre muchos- en lo que decía Martin Damus analizando los happenings de los años sesenta, precisamente: que si la condición primera del happening está en la sujeción de los participantes a las reglas del juego establecidas por el artista, hay algunos casos en los que ni siquiera retirándose, el participante podría liberarse de esas reglas, como por ejemplo cuando el “acontecimiento” consistía en abandonar a los participantes en plena noche, desorientados, en medio de un bosque. En mayo del 68, recuerda, en fin, Damus, la policía de Berlín practicó ese juego “en serio” para aterrorizar -aún más, si cabe- a sus detenidos.
Pero antes he dicho que me referiría, aunque tendrá que ser brevemente, al proyecto de Domènec sobre Les Minguettes. Lo que surge de lo que Domènec nos presenta no es muy distinto de lo que acabo de comentar, aunque ahora mirado desde el punto de vista contrario. Me explico. Les Minguettes es un grand ensemble de las afueras de Lyon construido en los años sesenta para “acoger” -así suele decirse- población inmigrante proveniente, sobre todo, de las antiguas colonias francesas –“acoger”, en fin, “carne de cañón” en bloques y torres de vivienda masiva y mínimos servicios. Su historia corre paralela a la de otros polígonos de este tipo en Francia o en otras partes del mundo: convertidos pronto en símbolos de marginación, desintegración social, delincuencia y violencia urbana, serán sometidos a demoliciones totales o parciales, las cuales, transformadas en gran espectáculo retransmitido en directo, constituirán una suerte de “auto de fe” de una modernidad histriónicamente contrita y penitente -o sea, como siempre, hipócrita. Sin embargo, la historia que Domènec cuenta en su trabajo, es sutilmente otra: resulta que la “inestabilidad” de Les Minguettes -pero podríamos extenderlo a otros casos- tiene su origen en los movimientos sociales que surgieron allí desde principios de los años ochenta, centrados, sobre todo, en el combate y la denuncia de un racismo cuya fuente primera está en la propia organización institucional de la sociedad. El “regreso al orden” tiene, pues, como siempre ha tenido, dos tiempos, sirviendo el primero de justificación del segundo: uno, de estigmatización de la protesta; dos, de voladura de su mundo material, de su humus -dejando así claro ante los millones de espectadores que vieron cómo aquellos bloques se hundían instantáneamente en una gran nube de polvo con sólo apretar un botón, quién tiene el monopolio de la destrucción.
En las historias de la arquitectura y del urbanismo, y esto también lo recuerda Domènec, las demoliciones de estos polígonos han sido interpretadas como el símbolo del fracaso de aquellas utopías del Movimiento Moderno de las que hablábamos, etc. etc. …no voy a volver a ello. Ya he dicho que Domènec nos ofrece el otro punto de vista, porque, aquí, en verdad, ¿qué fracasa? Si hay dos libros fundacionales en la historia de la arquitectura y el urbanismo modernos, son los que Le Corbusier publicó en los años veinte: Vers une architecture y Urbanisme. En el segundo, tras un homenaje a Luis XIV, “el gran constructor”, concluía declarando que “no se revoluciona revolucionando; se revoluciona solucionando”; en el primero, más claramente aún, tras plantear el dilema entre “arquitectura o revolución”, proclamaba que “se puede evitar la revolución”, asignando a la arquitectura unos poderes lenitivos que, al fin y al cabo, acabarían no sólo igualando arquitectura y vida -mediante la subsunción de la vida en la arquitectura: el ser humano como un momento intermedio en la evolución del mono a la arquitectura, tal como decía Bataille,- sino igualando además al arquitecto con el gran manager que la modernidad necesita y reclama. Viendo las voladuras de los bloques y torres de los polígonos, de los grandes ensembles, se diría, sin embargo, que no, que la revolución no puede ser evitada o, al menos -no seamos tan optimistas-, que la arquitectura no lo puede todo, que no atempera, que no mitiga. ¿De qué clase de fracaso estamos, pues, hablando? ¿Quién o qué, exactamente, fracasa? ¿Una noble utopía? ¿O fracasa un “plan”? Acabo de referirme a Le Corbusier, pero quiero llegar a Mies. En la época en que estaban construyendo sus edificios de la Weissenhoff de Stuttgart, el primero le dijo al segundo en una carta -confidencialmente- que estaba orgulloso de que ambos fueran acusados de poetas por los arquitectos funcionalistas, por los arquitectos de la máquina. “Me han dicho infinidad de veces desde hace dos años: ‘Cuidado, usted es un lírico, usted está delirando’”, escribía Le Corbusier en aquel año de 1927. ¿Quiénes le decían tal cosa? O, mejor: ¿cómo se construye, a partir de semejante acusación, perfectamente quimérica, la historia de la ascensión y caída de la arquitectura moderna? Lirismo y delirio: estos son los extremos del “plan” de la “arquitectura víctima”.
Toda la obra de Domènec, en fin, se nos presenta como un desvelamiento de las estrategias del capitalismo a través de la arquitectura y del urbanismo de vanguardia, incluso en aquellos lugares en los que pocos han escarbado. ¿Qué decir, por ejemplo, de su trabajo sobre la casa de la cultura de Kallio, levantada por voluntarios que, como él mismo nos indica, “regalaron más de quinientas mil horas de sus vidas” para construirla, pero de la que sólo se recuerda el nombre de su arquitecto, como si fuera un nuevo Zeus del que Palas, su obra, hubiera surgido de su cabeza, completamente acabada? Aquí ya no se trata sólo de fracaso, sino de fraude. “En los libros figuran los nombres de los reyes”, pero, ¿quién, en efecto, construyó “Tebas, la de las Siete Puertas”? Ya sabemos que esclavos. Lo que tal vez no sepamos, o en lo que no hemos parado, o en lo que no hemos querido pensar, es que muchas obras modernas las construyeron también esclavos: Domènec, aquí y allá, en el lugar más inesperado, en la arquitectura que más enamora a los amantes de la “forma” -en el panóptico, por ejemplo-, nos lo trae a la memoria.
*
Si, como acabo de decir, la obra de Domènec, en general, nos pone en guardia frente a las utopías de liberación de la vanguardia y frente a las responsabilidades del urbanismo y la arquitectura en los terrores modernos, su intervención en el pabellón de Alemania no hace sino profundizar en eso mismo. ¿En qué consistió esa intervención? Se trataba de hacer un doble cambio: la “silla -en realidad, trono- Barcelona” fue sustituida por un par de asientos de tubo y fórmica, y la alfombra negra y el cortinaje rojo, por ropa tendida con pinzas de unos cordeles. Domènec evocaba así la ropa tendida que aparece siempre en las fotografías de las barracas que durante décadas, hasta hace bien poco, llenaron las zonas de Montjuïc dejadas libres por la Exposición Universal de 1929 tras su clausura -e incluso antes de esta- y de los edificios que permanecieron en pie y que fueron utilizados por las autoridades -de pontifical, de uniforme o de paisano- como “alojamiento provisional” -eternamente provisional- de inmigrantes y de toda clase de parias de la tierra, aunque, en realidad, funcionaron como auténticas prisiones desde las que los retenidos, sin ningún tipo de garantías, sin límite de tiempo, bajo la total arbitrariedad de las autoridades, eran “devueltos” a sus lugares de origen o a donde fuera -el Palacio de las Misiones, por ejemplo, haciendo honor a su nombre, fue convertido en un siniestro “centro de clasificación de indigentes”-, o como recintos cerrados en los que “realojar” a miles de desplazados de otros barrios de barracas de la ciudad, cuando eran finalmente “urbanizados” -es decir, entregados al mercado-, como fue el caso del Pabellón de Bélgica o del Estadio Olímpico. El título de la intervención de Domènec se hace eco de un artículo que el gran Josep Maria Huertas Claveria publicó en Destino en 1966, “El estadio, el pabellón y el palacio”, que era una viva denuncia de la situación que comentamos. Reproducido por Domènec en facsímil, en la publicación en formato y papel de diario que se ofrecía gratuitamente a los visitantes, sólo dos fotografías lo ilustraban. En el pie de una podía leerse: “El estadio por fuera: grietas”; en el de la otra: “El estadio por dentro: ropa tendida”. Con esto ya estaría dicho todo, y la ropa tendida por Domènec en un pabellón “otro”, reconstruido sin tiempo y sin historia, reluciente de piedras y mármoles nuevos, por dentro y por fuera, y, en definitiva, triunfante -el “pabellón nuevo y triunfante”, en efecto- tendría que revelarnos metonímicamente lo que ha quedado bajo tierra, y que también aquí, en nuestra casa, como las topografías y las toponimias de aquellos poblados palestinos, ha sido borrado de los mapas: los cuerpos sin “clasificar”, de carne y hueso, de los parias que construyeron Tebas -y que cabían en esas camisas y yacían en esas sábanas que aún vemos en las fotografías. O tendría que hacernos pensar en que los “centros de clasificación de indigentes” continúan, hoy día, ahora mismo, existiendo.
Aunque, una vez dicho esto, que es algo que Domènec deja perfectamente claro en su publicación y en su obra, vamos a intentar desenterrar otros estratos, más -por decirlo así- disciplinares. La ropa tendida en el pabellón de Alemania -esas prendas de toda clase y esas sábanas colgando verticales entre los muros de travertino, de mármol y de ónix-, me trae a la cabeza las teorías de Gottfried Semper sobre el origen de la arquitectura. No exagero. Por un lado, decía Semper, el principio primero de toda la cultura humana es el tejido -el nudo, la guirlanda, la cenefa-; por otro, en el inicio de la construcción está la pared, pero no considerada como soporte, sino como cerramiento. ¿Y cuáles son las primeras paredes, los primeros “cerramientos verticales que inventó el hombre […] confeccionándolos con sus manos”, sino “el redil o el aprisco y el vallado o el cercado, obtenidos enlazando y trenzando estacas y ramas”? A partir de aquí, “la transición del entrelazado de ramas al de fibras vegetales […] y de ahí a la creación del tejido”, no puede resultar, para Semper, más evidente, como no lo fue menos para sus dos más fieles seguidores “modernos”: Adolf Loos y Mies van der Rohe, ambos hijos de canteros y ambos aficionados, como ningún otro arquitecto del llamado Movimiento Moderno, a las maderas lujosas y a los mármoles preciosos. Loos, en particular, resumió las teorías de Semper en lo que llamó el “principio del revestimiento”: lo primero que la humanidad descubrió, viene a decir Loos, fue -nótese lo insuperable de la paradoja- el revestimiento, y, muy en particular, el revestimiento textil –“la manta es el detalle arquitectónico más antiguo”-; sólo después llegaron los muros, los cuales acabaron de fijar la conformación de unos espacios que las telas, los tapices o los cortinajes, ya habían definido de antemano. Los arquitectos modernos, en cambio, obran, según Loos, de forma muy distinta, o exactamente al revés: primero “imaginan” los espacios, después los cierran con muros y, finalmente, eligen los revestimientos.
Mies no glosó nunca de ese modo las teorías del “materialista” Semper -quien recordó toda su vida las barricadas que ayudó a levantar durante la revolución de mayo de 1849 en Dresde como un ejemplo perfecto de muros útiles y, por consiguiente, bellos-, pero viendo las fotografías de la maqueta de su rascacielos de cristal de 1922, ¿no podríamos interpretar sus curvas como la caída de una cortina -o de un “muro cortina”, para ser escrupulosamente exactos y cerrar, de paso, el círculo que une a Semper con los grandes temas de la arquitectura moderna? Y, cuando unos años después, en 1927, Mies y Lilly Reich diseñaron el Café Samt und Seide en la exposición de la moda femenina de Berlín, con esos cortinajes de seda y terciopelo -precisamente- que, exhibiendo sus canaladuras y siguiendo una disposición de planos rectos y curvos enfrentados, envuelven -o, propiamente, visten- los espacios de las mesas y las sillas, ¿qué hacían sino hacer surgir como evidencia incontestable aquel “principio del revestimiento” al que me acabo de referir? Semper hablaba de la “transición” de los tejidos de ramas a los de fibras vegetales y, de ahí, a la trama y la urdimbre de los textiles: ese es el punto al que han llegado Mies y Reich en el Café Samt und Seide. El paso siguiente lo encontramos, por ejemplo, en la casa Tugendhat: el plano semicircular se ha realizado -o, de nuevo, literalmente, híperrealizado- en ébano y el recto en ónix, materiales por antonomasia preciosos, duros, en los que las cualidades táctiles de la seda y el terciopelo son sustituidas por las exclusivamente visuales de la pulchritudo. No es que no haya cortinas, en esa casa, pero está claro que los muros, y qué muros, han “llegado”.
Con todo, la obra que recoge y culmina ese imaginario transcurso que va del trenzado de ramas al entrelazado de fibras vegetales, al tejido y, finalmente al muro, que hace valer en todo su sentido un “revestimiento”, al parecer, siempre anticipado, es el pabellón de Alemania. Alfombras y cortinas, mármoles, travertino y ónix, acero y cristal, muestran, en su simultaneidad, un camino que no es otro que el de la pérdida y borrado de esas manos que, hace ocho mil años, la humanidad usó por vez primera para tejer. Manos cortadas. En algún lugar, no recuerdo ahora dónde, Pasolini decía que cuando muriese el último artesano, el mundo se habría acabado. Muchos años antes de la muerte del propio Pasolini -asesinado por la sociedad-, el pabellón de Alemania ya había puesto el punto final a esa historia terrible. Ciertamente, ese pabellón fue construido para durar sólo unos meses, pero había bastante con mirar con atención a eso que Ángel González definió como una “contracción del cuerpo de Alemania”, para adivinar, en sus fuliginosos destellos, lo que se avecinaba. ¿Cuántos lo vieron? Cuando, años después, fue reconstruido, de lo que se trataba, precisamente, era de no ver, o, aún más propiamente, de olvidar.
Ahora bien, pensando en las teorías del revestimiento de Semper, ¿qué decir de las barracas y, para el caso, de las que aparecen en las fotografías del impreso que Domènec publicó con motivo de su intervención y cuyos ejemplares se apilaban en un palé -o sea, en una base de tablones- a disposición de los visitantes? Lo que vemos son tablones -justamente- y telas, así que se diría que, por causa de algún tipo de inversión histórica -que la Historia nunca ha tenido en cuenta-, el “principio del revestimiento” es el único principio de la barraca. Tablones, telas… y ropa tendida, claro está, siendo a través de esta última por donde el interior se expresa en el exterior, se manifiesta: en la costura, en el retal, en el remiendo, en el nudo, en la pinza, y en el rostro siempre impreso en cada una de las sábanas -es decir, en la llaga. En las casas burguesas, o en las que pretenden serlo, la ropa tendida se aparta de la vista, se relega a los patinejos y las azoteas; en la barraca, bien al contrario, es lo que salta a la vista.
La ropa que Domènec tendió en el pabellón de Alemania -toda ella fabricada por manos cautivas en algún remoto lugar de “oriente”- activa unos recuerdos sin memoria, y desactiva otras ropas tendidas, como la bandera americana que cuelga en el collage con el que Mies representó el interior de su proyecto para el Convention Hall de Chicago de 1954: ropa, más que tendida, “cargada” -muchos se envolverán con ella Muchos años antes, en 1908, Loos ya había “colgado” una bandera americana de vidrio delante de un muro de alabastro traslúcido en la fachada del Kärntner Bar, en Viena: la luz atravesaba bandera y muro para penetrar en el entresijo ambarino de una concepción inmaculada. ¿Y los colores del interior del pabellón de Alemania -el rojo de la cortina, el negro de la alfombra, el amarillo del ónix- no representan, como siempre se dice, bien alegremente, su bandera, ahora sí, perfectamente petrificada? No existen las casualidades.
“Necesito tener una pared a mi espalda”, dijo Mies en una ocasión. Se refería, bien entendido, a una pared sólida como una roca, que no se moviera: a una pared de algún mármol precioso -epítome de idealismo y resumen de eternidad, según la tradición clásica-, o a una bandera, igual de pétrea, la cual, además de no moverse -hablo de su esencia-, impide que nadie lo haga. Domènec deja claro que, más allá de las teorías del revestimiento, la ropa tendida ondea a los cuatro vientos no sólo para secarse: mientras tanto despista, esconde, encubre, enreda, salpica, despeina, inquieta.
Juan José Lahuerta
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