Cuando la estética hermenéutica se ve en la obligación de describir de un modo inteligible sus presupuestos según los cuales las obras de arte tienen una esencial razón de ser que, sin embargo, sólo aparece cuando las mismas obras son puestas en práctica por la interpretación, el ejemplo más pertinente es el juego. En efecto, gracias a una larga tradición que ya examinó el impulso del juego, este aparece como paradigma de la verdad de la experiencia estética, aquella que acontece sólo y exclusivamente gracias al acto mismo de poner las obras en juego. Pueden existir distintas normas y reglas, instrumentos y jugadores, pero el juego propiamente dicho sólo toma cuerpo en un aquí y ahora, mediante la acción que pone en acto toda esa colección de componentes. Esta reflexión sirve a la estética de pretexto para no abandonar unas bases idealistas que ya padecen una crisis irreversible y así continuar aferrada en la creencia de una esencia del arte, quizás escueta y temporaria (sólo se deja ver en el acto puntual de jugar/interpretar), pero efectiva todavía.
Pero el juego es algo más que un precioso atajo para salvar unas suposiciones idealistas. Junto a esa interpretación casi desesperada, el juego puede también conceptualizarse como producto inmediato del homo ludens –en la línea en que fue reconsiderado por J. Huizinga y tras él retomada por los situacionistas– convirtiéndose más en el modo de consumar una experiencia real que no una experiencia (estética) de verdad. La corrección parece diminuta pero es crucial. Mientras la hermenéutica pretende mantener la idea del arte como una vía de acceso a una verdad profunda, la nueva teoría del juego apuesta sólo por el valor de la experiencia en tiempo real, ajena no sólo a un posible universo de principios categóricos, sino también liberada de cualquier exigencia productiva. El juego puede convertirse así en una eficaz estrategia, ya no para mantener una envejecida epistemología, sino para derrocarla definitivamente. Con sus antecedentes surrealistas pertinentemente corregidos (el juego, como el sueño, no dejaban de ser una mirilla por donde observar pulsiones inconscientes y profundas), los situacionistas jugaron a crear situaciones con esta nueva perspectiva: convencidos de que sólo la libertad del juego permite construir una sujeto igualmente libre, capaz de acumular experiencias reales y no perdido en la búsqueda de un inefable sentido.
Unité mobile (roads are also places) es, en primer lugar, un juguete; un camión teledirigido que puede ser conducido a placer. No es verdad que sea una escultura; ni siquiera una escultura móvil que, al ponerse en juego, se reivindica como tal. Es un juguete –siguiendo la dicotomía que hemos establecido– de talante situacionista y no idealista. La mejor prueba de ello es, claro está, la utilización de una maqueta de la Unité d’Habitation de Le Corbusier como contenedor del camión. El gesto es elocuente: el paradigma arquitectónico moderno para un habitar feliz en el mundo, ideado como solución universal desde unos supuestos excesivamente predeterminados y utópicos, se ha convertido ahora en un mero instrumento juguetón, in-quieto y absurdo si no se maneja con libertad. La proposición que se nos plantea expresa así una doble intención: el juego como paráfrasis del valor de la experiencia real, flexible e improductiva y, por añadidura, un juego que subvierte las pretensiones ilusorias de la modernidad; que reemplaza los sueños de construir un anclaje sólido con el mundo –y la Unité es modélica en su forma de solucionar arquitectónicamente esta ilusión epistemológica de estar en el mundo– por un juguete móvil, doméstico, realmente utilizable y vulnerable.
El registro videográfico del teledirigido circulando libremente por los pasillos de la Unité d’Habitation de Marsella redobla las intenciones de la propuesta. Es en el mismo espacio estático diseñado como contenedor universal del habitar donde se impone ahora una movilidad lúdica –la misma que expresó Constant en El principio de la desorientación–1, capaz de autogestionar sus trayectos, del mismo modo que los habitantes de la Unité terminaron por corregir al arquetipo adecuándolo constantemente a sus necesidades.
Martí Peran
“Mira cómo se mueven”. Fundación Telefónica, Madrid 2005
1 “No habrá ya un centro al que se deba llegar, sino un número infinito de centros en movimiento. No se tratará ya de extra-viarse en el sentido de perderse, sino en el sentido de encontrar caminos desconocidos.” Constant. “El principio de la desorientación” en X. Costa / A. Libero (eds.). Situacionistas. Arte, política y urbanismo. MACBA/Actar, Barcelona, 1996, pp. 86-87.