(Texto para la exposición en ADN Platform. Mayo 2016)
A finales de los años setenta del siglo XX, cuando las utopías habitacionales derivadas de la Carta de Atenas (1942) naufragan por completo en las periferias metropolitanas de todo el mundo, Roland Barthes dicta en el Collège de France el curso sobre Cómo vivir juntos[1]. Al parecer del autor, el ideal comunitario descansa en la idiorritmia, una “soledad interrumpida de manera regulada” que permite pequeños agrupamientos entre sujetos que conciben estar juntos como un precario equilibrio entre distancias y proximidades mutuas. Lo fundamental de esta ensoñación –a penas esbozada en la práctica por los monjes del Monte Athos– es que no disfruta de ninguna vocación societaria. El ideal del bien vivir nada tiene ahora que ver con falanges u otros modelos comunales sino que, frente a la lógica de la adición positiva, aquí se define en términos excluyentes : se trata, simplemente, no estar demasiado lejos los unos de los otros.
Las ideas de Roland Barthes expresan una irregularidad que cancela la prolífica historia del propósito de estar juntos iluminado por las utopías de masa. En efecto, la idiorritmia, en la medida que reconoce su genealogía en la tradición anacorética y en algunas de las múltiples tentativas sectarias del socialismo utópico, se desmarca de aquel otro gran relato, promovido por la modernidad, que identificaba el vivir juntos como un modo de habitar y estar en común capaz de reproducirse industrialmente para todos y por doquier. El origen de este propósito des-comunal podría cifrarse en las tesis propuestas por Engels en 1873: para paliar el problema de la vivienda durante la primera fase de la nueva sociedad socialista será necesario expropiar y adaptar las viviendas existentes para convertirlas en casas comuna (domma-komuny) que exorcicen el principio de la propiedad [2] . Estas comunas, sin embargo, solo representan un remiendo que todavía está lejos de poder estandarizar la solución habitacional. La verdadera inflexión se produce tras el éxito de la revolución soviética, cuando la Asociación de Arquitectos Contemporáneos ensaya la auténtica vivienda colectiva (Kommunalk) mediante el prototipo del Narkomfin (1928-1932), un bloque ideado para unas doscientas personas organizadas para acelerar la transición a la vida socialista[3]. La ambición del proyecto atrae la atención del movimiento moderno recién organizado mediante el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) de modo que Le Corbusier y los arquitectos del GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrés de l’Arquitectura Contemporània) viajan a Moscú para instruirse a la sombra de un modelo que pronto va a alimentar nuevos proyectos emblemáticos como la Casa Bloc (1933-1939) o la canónica Unité d’Habitation (1947). El ideal de la casa comuna, concebida como una célula capaz de multiplicarse y reproducir así los nuevos modelos de relación social parece consumado; sin embargo, su prometedor devenir resultó muy escaso. Por una lado, el viraje estalinista en la URSS aborta todas las experiencias colectivistas radicales y reorienta la función del Narkomfin para altos cargos de la Nomenklatura. El mismo destino corre la Casa Bloc cuando los fascistas españoles modifican el proyecto para adecuarlo a sus nuevas funciones como enclave militar. Por su parte, la Unité d’Habitation triunfa como prototipo habitacional durante la reconstrucción de la Europa de posguerra, pero convertida ya en la semilla que pronto expandirá la distopia suburbial a nivel planetario. La historia de la vivienda social a partir de ese momento ya nada tiene que ver con los experimentos comunales sino que, por el contrario, se reorienta progresivamente hacía la política del crédito masivo para engordar la especulación y el valor propietario. El imaginario de las comunas, en este contexto, a penas prospera en los márgenes de lo contracultural [4], abandonando su genuina función germinal y convertido en un ingenuo refugio para juguetear contra el aburrimiento del modelo del bienestar.
Aquel ideal idiorrítmico postulado por Roland Barthes –“la aporía de una puesta en común de las distancias”- se antoja pues como un verdadero anacronismo y un contratiempo absoluto; al menos en la medida que no disfruta de correspondencia ni con el relato histórico de la comuna societaria ni con las posteriores ruinas de su mitología. El rhytmós propio que Barthes evoca mediante las antiguas lauras athonitas – “casas pequeñas, ermitas de dos o tres personas, cerca de una iglesia, de un hospital y de un curso de agua”- nada tiene que ver con la cédula de propiedad, pero tampoco es capaz de fundar vecindad en sí mismo hasta alcanzar a articular un cuerpo social. No es más que una forma de estar en común reducida a una trama de lejanías cercanas y, en esta perspectiva, una débil comunidad de mera naturaleza aurática y no tanto un episodio histórico. El propio Barthes reconoce sin tapujos la impureza histórica que conlleva la añoranza de este pasado extraño , ajeno por completo a la lógica de un tiempo progresivo; sin embargo, este anacronismo lo reconoce bajo los epígrafes de una simulación o de una maqueta. El matiz es crucial. En otro lugar señala Barthes como debemos interpretar las maquetas: no como meras proyecciones de futuro sino como “aquello que se presenta como su propia experimentación”[5]. En efecto, la “obra-maqueta” es el mejor ejemplo de una práctica en la que la materialidad del texto (el modelo es literario) se somete a prueba y se experimenta a sí mismo. La maqueta no es pues un predicado, una enunciación que remite a algo externo y todavía por llegar, sino una puesta en práctica instalada por completo y en cada ocasión en el presente pleno. La obra-maqueta no avanza un sueño sino que, literalmente, lo ensaya; no es una promesa del porvenir sino su primera realización . De ahí que en lugar de anacronismos Barthes proponga hablar de simulaciones. Lo anacrónico presupone una falta de correspondencia entre un relato y el momento de su aparición; la simulación – la maqueta – ya no padece este desajuste puesto que siempre acontece.
Las maquetas de los edificios del Narkomfin, la Casa Bloc y la Unité d’Habitation son, en primer lugar, maquetas de maquetas; es decir, reconstrucciones de viejas promesas que la historia apenas les concedió la oportunidad de una leve simulación. Su reaparición opera así como una suerte de nueva oportunidad, una renovada puesta en acto de las intenciones originales que subyacen en el interior de cada una de ellas. Es evidente que al instalar ahora las maquetas en un marco incómodo – en un entorno natural amenazador o en precario equilibrio sobre muebles domésticos – se proyecta una sombra que cuestiona y oscurece las pretensiones del idealismo moderno; pero esta obviedad no parece ser la cuestión fundamental. Si las interpretamos de acuerdo a la clave barthesiana, estas maquetas, en lugar de certificar el cierre de unas determinadas utopías habitacionales, lo que proponen en última instancia es el imperativo de su actualización: la necesidad de volver a experimentar cómo vivir juntos.
[1] Roland Barthes. Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1976-1977. Siglo XXI Ed. Buenos Aires, 2003.
[2] Frederich Engels. Contribución al problema de la vivienda. Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels. Madrid, 2006.
[3] Moisei Ginzburg. Escritos: 1923-1930. El Croquis. Madrid, 2007.
[4] Keith Melville. Las comunas en la contracultura. Kairós. Barcelona, 1980.
[5] Roland Barthes. La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Cóllege de France 1978-1979 y 1979-1980. Siglo XXI ed. México, 2005. p. 233.